Capítulo XXVI: Los últimos granos del reloj de arena

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Patricia realmente estaba confundida, no podía encontrarle el sentido a lo que su hijo le estaba confesando. «No quiero perder a Ariela...», esas palabras tenían que ser parte de una jugarreta de su hijo, pero no, Ramsés estaba hablando completamente en serio.

—Hijo, pero ella no existe, solo es un producto de tu enfermedad, eso no es normal —exclamó Patricia mirando fijamente a Ramsés—. ¡Ella no es real!

—Y que me importa que solo yo la pueda ver, ella ha estado aquí cuando más la necesite... —gritó Ramsés manteniendo su mirada fijamente en su madre—. Si no fuera por ella... ya no estuviera aquí...

—Rami... —balbuceó la madre al sentir el peso de aquellas palabras.

—Cuando ya no quería vivir y sentía que estaba perdido, ella estuvo allí, justo cuando más la necesité —dijo Ramsés apartando la mirada—. ¿Por primera vez podrías apoyarme en algo?

Esta última pregunta hizo que Patricia recordara aquel momento en el cual Ramsés hablaba con ella para estudiar ingeniería, «No me importa dejar la música, quiero poder ayudarles... ¿podrías apoyarme por primera vez?». De la nada, Patricia comenzó a sentir como un par de lágrimas escapaban de sus ojos e iniciaban un recorrido suave por sus mejillas. «Tráela mañana al medio día», soltó ella mirando hacia el suelo, palabras más que suficientes para sacarle una sonrisa al joven antes de subir a su habitación.

Al quedar completamente sola, Patricia se dispuso a limpiar los pocos trastes que habían quedado de la cena. Y por un instante volteó hacia la ventana diciéndose: «Ya no es un niño... de momento podría dejarlo estar... por lo menos no es Alex, no le hará hacer cosas estúpidas», al terminar con pequeña risa se quedó inmóvil por un momento viendo sus rígidas manos, pensando si podría hacer lo que tenía planeado.

Ariela no podía creer que la madre de Ramsés había aceptado lo que su hijo le había dicho, y estaba más que emocionada para ver qué era lo que quería Patricia. Al día siguiente, justo al medio día, Ramsés llegó a su casa junto a Ariela. El silencio sepulcral que había en aquel lugar no daba muy buena espina, más entraron mientras Ramsés llamaba a su madre.

Cuando llegaron al salón principal, ambos quedaron totalmente paralizados por el asombro, ya que Patricia se encontraba sentada en un banco junto a un caballete con un lienzo en blanco. Por un momento Ariela se cubrió la boca mientras que se acercaba al lienzo, al pasar suavemente su mano por encima de este una pequeña lágrima intentó bajar por su mejilla, la cual fue borrada inmediatamente por su antebrazo.

—Madre, ¿qué es esto? —preguntó Ramsés al no entender bien qué sucedía.

—Aquello que hablamos anoche estuvo dándome vueltas en la cabeza durante mucho tiempo, y es verdad... no te he dado mi apoyó al cien por ciento, y eso es hipócrita de mi parte, siendo eso justamente lo que yo pedía de mi familia —dijo Patricia respirando hondo—. A tu edad tomé una decisión que me trajo a donde estoy hoy, y aunque he sufrido más de lo inimaginable, no me arrepiento en lo absoluto de haberla tomado. Ariela sea real, o no, quiero que seas feliz.

—Madre...

—Todo esto es porque quiero hacer un retrato de Ariela, si estás de acuerdo. Sé que será difícil, así que necesito que me la describas —dijo Patricia tomando uno de los pinceles.

—Tu madre es la mejor del mundo —susurró Ariela a Ramsés en el oído mientras le abrazaba el hombro.

—No sé cómo quedará... no he pintado en un largo tiempo... —soltó Patricia tocando su mano derecha con algo de dolor—. Pero daré lo mejor de mí. ¿Dime cómo es Ariela?

—Diría que tiene el rostro ovalado, además de unos ojos grandes color café... —comenzó a decir Ramsés mientras a Ariela se le escapaba una sonrisa—. Su mirada es tan profunda como el mar gracias a sus sobresalientes pestañas. Sus grandes labios hacen juego con sus cejas bien marcadas, parecidas al horizonte.

Sinfonía a la LocuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora