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Al llegar a Pembroke, se le ofreció una elegante habitación, con una gran chimenea; amplia y acogedora; ninguna corriente de aire se percibía. Dos criadas le fueron asignadas para asistirla. No le dieron mucho tiempo para aliñarse, pues el chambelán la esperaba en el salón para cenar.

Un ánfora llena de agua y paños era todo lo que traían. Se deshicieron de los humildes ropajes de Joan. Sobre un asiento de roble, ella procedió a humedecer los paños y frotar su cuerpo, mientras las criadas se esmeraban en arreglar su largo cabello; lo humedecían y lo peinaban una y otra vez.

Eligió un atuendo simple; un sencillo kirtle de terciopelo, sobre el cual lucía una cotardía. Su cabello recogido en largas trenzas entrelazadas entre sí, y sujetado por un discreto tocado. Se dirigieron a una sala privada en donde la esperaba el chambelán, quien la recibió con gran entusiasmo en su voz, casi arrojando pétalos al aire.

–Bienvenida mi lady, por favor tomad asiento–

– sois muy amable sir William –

Sir William Stanley, el chambelán, era un hombre cordial. Un caballero en toda regla; durante la cena hablaron de la vida en general, gustos y costumbres.

La noche pasó deprisa, el sol ya había arrasado con la oscuridad, sin embargo aún era temprano. Blanche se dirigió al balcón, se apreciaba la majestuosa vista, los árboles, las montañas a lo lejos. Pero su vista estaba fija en el castillo y sus alrededores, no dejaba de pensar en cierto personaje, «Falgnir, ¿Cómo estaréis?, no os habéis marchado aun ¿verdad? ... ¿o sí?».

En ese momento entraron las criadas que le habían asignado. Animadas, le hablaron del itinerario del día. Desayuno, almuerzo y cena con el chambelán. Ellas le acompañarían todo el tiempo.

A mitad de la mañana, curioso por las habilidades de la dama en el ajedrez, la invitó a jugar con él. Como era el anfitrión, le pareció una cortesía dejarla ganar la primera vez; sin embargo de las cuatro partidas que jugaron, sólo pudo lograr una victoria y tablas. No sabía si sentirse avergonzado o admirado, pero no permitió que ella se enterara de su dilema.

Luego del almuerzo, sir William le enseñó una habitación especial, repleta de toda clase de vestidos, desde los más sencillos, hasta los más ridículos; un museo de alta costura y joyas.
– A esta habitación se le llama la habitación del tiempo. Era de la reina Margaret –, explicó

– ¿una habitación exclusiva para los vestidos de la reina regente? –, preguntó lady Blanche un poco asombrada por la extravagancia.

– Así es, y también algunos vestidos de nuestra actual reina. Para lady Margaret, su indumentaria era más una pasión, una ciencia. Se entregaba a la moda hasta tal punto, que muchos no siempre entendían la rarísima belleza de su estilo –

– Por supuesto, nadie fue capaz de hacérselo notar–, decía lady Blanche riendo.

– No lo crea mi lady, el excentricismo de la reina fue contagioso; muchas damas de la corte, parecían competir con ella; exhibían la mayor cantidad de alhajas posibles, en sus cuellos, muñecas, cinturas y hasta en sus cabezas. Sus vestidos siempre bordados en oro, plata y perlas. Estoy seguro que muchos de esos ajuares pesaban más que una armadura, y sin embargo se las veía tan contentas, que nadie se atrevía a hablarles de sus tontas exuberancias.
Muchos de estos vestidos ni siquiera los usó. Para recibir a Enrique debéis lucir esplendorosa, elegid lo que gustéis mi lady. Si necesitáis que se ajuste a vuestra talla, Ernestina y Merylú se encargaran–

Las doncellas parecían más emocionadas que ella, y empujándola tras los hombros, se sumergieron en ese mundo de vestidos, pintando el aire con parloteos y risas femeninas. «Ahora descubriréis porque se le llama la habitación del tiempo mi lady, nos veremos más tarde.» tras ese pensamiento se dispuso a marcharse, pero se topó con lord Windstor que rondaba por allí, como si fuera un niño perdido.

LAS MEMORIAS DE WINDSTORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora