Capítulo 37: Aquelarre

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Algunas horas antes del almuerzo mi padre me pidió que lo acompañase a la biblioteca del hotel. Estaba ubicada en la planta baja en el ala izquierda del edificio. Al ver la gran cantidad de libros en estanterías tan altas que casi llegaban hasta el techo abovedado, me quedé boquiabierto. Desde pequeño una de mis pasiones era la lectura.

Recorrí los estantes con la mirada y pensé que no me alcanzaría toda una vida para leer los libros que allí se encontraban. Una sensación agridulce invadió mi alma. No podía evitar sentir cierta nostalgia. Toda mi infancia había transcurrido en la pequeña tienda de libros usados de mi madre. Intentar comparar ambos lugares era como contrastar la llama de una vela negra con el sol, pero la pequeña llama que hacía aflorar mis recuerdos amenazaba con derretir el muro de hielo que me esforzaba en crear.

Éramos los únicos en aquel sitio en el que se encontraban las voces de miles de autores inmortalizadas para siempre en las hojas de los libros. En el silencio casi podía sentir el susurro de aquellos pensamientos atrapados, clamando por ser interpretados.

La voz de mi padre me sacó de mis cavilaciones:

—Vamos a sentarnos.

Tomamos asiento en la mesa más cercana y mi padre miró su reloj.

—Les pedí a tus nuevos compañeros que se reúnan con nosotros. Intenta agradarles mostrándote empático con ellos. Conviértete en alguien imprescindible para que nunca puedan reemplazarte. No dejes que vean tus puntos vulnerables ni tu verdadera esencia. Aunque ellos saben de los conocimientos ocultos, no rebeles más de lo necesario y trata de asimilar todo lo que puedas. Esto será para ti como una práctica. Debes descubrir sus miedos y sus anhelos sin que ellos se den cuenta.

Asentí con la cabeza, aunque nunca había sido muy bueno para agradarle a las personas. No tenía amigos, pues los chicos de mi edad solían tener intereses que distaban mucho de los míos. Tan solo Tamara había despertado en mí el deseo de acercarme a alguien. Sin embargo, sabía que en grupo el poder ritual se potencia. Por eso los hechiceros formaban aquelarres o grupos ocultos y las personas se reunían en distintos cultos espirituales y religiosos.

Los pasos de los tres adolescentes que me habían estado observando cuando ingresé en el salón comedor, rompieron el silencio que gobernaba el recinto. No eran rostros que pasasen desapercibidos. La peculiar tríada estaba conformada por dos chicos y una joven albina con los ojos de un azul tan claro que parecían lilas.

—Buenos días, Andrés —dijo el más alto de los tres dirigiéndose a mi padre. Tenía el cabello castaño del mismo color que su campera de cuero y le llegaba casi hasta la cintura.

—Hola, ¿cómo estás? Te presento a mi hijo Esteban.

Los tres rostros se tiñeron de sorpresa. Sebastián arqueó sus cejas y llevó sus ojos verdes hacia mí. Tardó unos segundos en responder a la pregunta de mi padre.

—Muy bien, gracias. Soy Sebastián Koiné —dijo y luego me estrechó la mano con fuerza.

—¡Cuánta formalidad! —dijo burlonamente el más pequeño de los tres.

Era pelirrojo y tenía sus bucles alborotados.

—Yo soy Sasha Nairov y ella es mi hermana Natasha.

El niño señaló con la cabeza a la joven. Por algún motivo sentí que mis mejillas ardían. Era hermosa y exótica, parecía una ninfa salida del lago.

Los dos chicos se sentaron a ambos lados de mi padre y Natasha se sentó junto a mí. Corrí mi silla disimuladamente, su cercanía me ponía nervioso.

—¿Cómo es que no sabíamos nada de él? —preguntó Sasha.

Mi progenitor respondió sin alterar la serenidad de su voz:

—Vivía con su madre en Buenos Aires. Lamentablemente ella tuvo un accidente. —Sus palabras sugerían que ella estaba muerta.

—Lo lamento —habló Natasha por primera vez.

—Gracias —dije y mi voz salió algo áspera de mi garganta.

—¿Es uno de nosotros? —susurró Sasha en el oído de mi padre, pero lo suficientemente fuerte para que todos podamos oírlo a la perfección.

Pude notar como Sebastián lo fulminaba con la mirada. Natasha a mi lado tosió fingidamente.

—Lo será, pero ya te dije que es mejor mantener la discreción aquí, Sasha —lo reprendió mi padre—. Las paredes escuchan y tanto los turistas como algunas personas del personal no deberían saber lo que hacemos. El grupo aún no está completo, falta una integrante más y podrán comenzar su preparación.

Mi corazón pareció revivir en ese momento. Estaba hablando de Tamara. Yo esperaba ansioso mi reencuentro con ella, quien me completaba y me potenciaba en el mundo espiritual. 

 

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