Capítulo 5: Aquellos ojos grises

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A la mañana del día siguiente continué con la lectura atenta y pausada del libro. Lo leí lentamente, porque cada frase era un importante mensaje o consejo. A medida que avanzaba iba reflexionando en el significado de las palabras.

Pensé en lo que intentaba inculcar mi abuela en esas páginas. Básicamente, la idea principal era visualizar el objetivo que se deseaba y para intensificar la concentración era necesario realizar una especie de ritos mágicos. Estos llevaban tiempo y esfuerzo. Al buscar todos los elementos necesarios para el rito se podía incrementar nuestra concentración y por lo tanto nuestro poder mágico. Mi abuela recalcaba que para incrementar la eficiencia y concentrar nuestra energía, debíamos convocar a las fuerzas de la naturaleza, los espíritus elementales.

Reparé en que necesitaría proveerme de algunos elementos sencillos para crear un pequeño altar y llevar a cabo mis objetivos. Debía poseer aquellas cosas que fuesen de agrado para cada uno de los elementales. Así, actuarían a mi favor. Tenían que estar presentes materiales en los cuales estas fuerzas estuviesen, armonizar con ellas y convocarlas amablemente.

Me pregunté cómo iba a ocultar un altar en mi habitación sin que se diera cuenta mi madre. Ella era una persona sumamente obsesiva con el orden y la limpieza. Si lo descubría, seguramente iba a enviarme a un psicólogo, luego de hacer un escándalo terrible.

Después de permanecer casi una hora recostada en la cama mirando a la nada e intentando pensar en dónde lo ocultaría, recordé una frase que había escuchado en televisión: "El mejor sitio para esconder un árbol es en un bosque". Decidí que toda mi habitación sería un altar y que todo estaría a la vista como elementos decorativos.

Me propuse salir a comprar la nueva "decoración" para mi habitación. Me levanté. Tomé parte de mis ahorros y no tuve que pedir permiso para salir ya que mis padres no estaban en casa. Ambos se encontraban en sus respectivos trabajos.

Cuando salí a la vereda, recordé que era sábado por la mañana y en la plaza del barrio habría una feria artesanal. Pensé que podía ser un buen lugar para encontrar todo lo que necesitaba.

Doblé la esquina y crucé hacia la plaza. Tal y como lo había imaginado, fui encontrando allí todos los elementos que buscaba. En un puesto encontré sahumerios de todos los aromas. Eran deliciosos. En otro compré un paquete de velas perfumadas de diferentes colores y tamaños. En un rincón de la feria adquirí un jazmín para colgar en la ventana y unos bellos recipientes de cristal donde colocaría agua y eventualmente alguna flor para disimular.

Cuando emprendí mi regreso, me atrajo un espejo con un artístico marco artesanal. Lo tomé entre mis manos y contemplé mi imagen reflejándose en él. Percibí que mis rizos dorados brillaban más que de costumbre, como con luz propia.

Mis pensamientos fueron interrumpidos cuando vi reflejados unos ojos grises que me miraban y una voz varonil que me aconsejó:

—No necesitás que un espejo te diga lo hermosa que sos.

Cuando me di vuelta, distinguí al mismo muchacho con el que había tropezado un mes atrás. Luego de decirme esas palabras, se perdió en un mar de gente mientras se acomodaba hacia un costado su flequillo negro.

Pagué el espejo y volví a mi casa con mi corazón latiendo acelerado y sin poder quitar de mi mente aquellos ojos grises que me cautivaron.

Cuando entré, me apresuré a buscar en la cocina la sal fina y, tras echar un puñado en el recipiente de cristal, la diluí con un poco de agua.

Al entrar en mi cuarto fui esparciendo alrededor de mi habitación, con la punta de mis dedos, la solución que acababa de preparar. Mientras, en mi mente repetía algunas frases que había incorporado del libro. "Agua y sal fluido de pureza protégeme de las fuerzas de la oscuridad. No permitan que nadie ni nada se oponga a mi voluntad ni a mis deseos. Consagro este lugar como mi santuario, mi templo y mi altar".

A continuación, coloqué una vela en su portavelas y la encendí para halagar a los espíritus del fuego. Coloqué agua en un segundo recipiente y dentro de él una rosa blanca, que corté de mi jardín, para homenajear a los elementales del agua. Junto a la ventana colgué el jazmín, para las fuerzas que rigen la tierra. Con la vela encendí un incienso, que muy pronto con su perfume impregnó toda la alcoba.

No pedí nada a cambio, simplemente sentía la necesidad de agasajar a los elementales, mis nuevos y mágicos aliados. Cuando se consumió por completo el sahumerio, apagué la vela y sentí el deseo de susurrar:

—Bienvenidos. Espero que en un futuro me brinden su ayuda y protección.

Fui interrumpida por un golpe seco sin punto de partida, sin explicación natural y recordé la frase: "Si no hay otra explicación, posiblemente sean los espíritus". No sentí temor. Alguien o algo estaba de mi lado.

Terminé rápidamente de acomodar las cosas a modo de decoración porque escuché el ruido de la puerta, seguido de la voz de mi madre que llamaba:

—Tamara, bajá. Compré comida hecha.

No lo podía creer. Ella nunca compraba comida hecha o precocinada. Decía que no tenía los nutrientes necesarios para lograr una vida sana y saludable.

Estaba ansiosa por ver qué sería. No tendría que soportar, por una vez en la vida, la asquerosa pero nutritiva comida preparada por ella.

Bajé corriendo las escaleras y me llevé una enorme desilusión al descubrir que mi esperanza de un exquisito almuerzo se desvanecía al ver que lo único que había eran unas desabridas ensaladas y jugo para beber, siempre jugo, aunque esta vez era de zanahoria...

Cuando terminamos de almorzar, si eso podía llamarse almuerzo, mi madre comenzó a quejarse nuevamente. Mi padre y yo compartimos una cómplice mirada de fastidio. Ella gritaba:

—Podrían ayudarme un poco. Hoy va a venir Susana con ese chico raro, Esteban. No quiero que ella piense que estamos viviendo en una pocilga. Todo está lleno de pelos de gato. Acá, la única que hace algo por la casa soy yo. Ustedes dos no son capaces de mover ni un dedo por su hogar...

Mi padre con serenidad resopló:

—Mirá, Raquel, vos la invitaste. Si no querías que viniera, no la hubieses invitado.

—Vos no entendés nada. Yo sí quiero que Susana venga —continuó esta vez intentando adoptar un papel de víctima, algo que, por cierto, le salía extremadamente mal.

—¿Acaso no se dan cuenta de que lo único que busco es un poco de ayuda por parte de mi familia? Pretenden que yo sea una esclava... Soy una pobre e incomprendida víctima de su indiferencia —siguió, siguió y siguió reprochando cosas que ahora ni siquiera puedo recordar.

 Soy una pobre e incomprendida víctima de su indiferencia —siguió, siguió y siguió reprochando cosas que ahora ni siquiera puedo recordar

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