Capítulo 38: Susurros proféticos

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Cuando las agujas del reloj antiguo que decoraba la biblioteca se unieron al dar las doce, mi padre se despidió alegando tener una reunión importante. Se marchó sin más preámbulos. Unos instantes después, Sasha se incorporó velozmente y dijo:

—Muero de hambre. ¿Vamos a almorzar?

—¿Ahora? Pero, si desayunaste una docena de medialunas vos solo —dijo socarronamente Natasha.

—Déjalo, seguro que un día de estos va a pegar el estirón —agregó Sebastián, riendo por lo bajo.

—No son graciosos. Búrlense todo lo que quieran. Después son ustedes los que vienen a rogarme para que les diga lo que los silfos susurran. Si no quieren venir, no hay problema —agregó tajante el pelirrojo fingiendo estar enfadado—. ¿Vamos, Esteban?

Me sorprendió su invitación y dudé por un segundo. Si no aceptaba la oferta, él podría interpretarlo como un rechazo, pero si lo acompañaba, quizás los otros chicos pensarían que estaba escogiendo un bando. Afortunadamente, Natasha resolvió mi dilema:

—No seas tonto. Vayamos al salón comedor. Después de todo, esta tarde, al parecer, comenzará nuestro "entrenamiento oficial".

Los cuatro salimos de la biblioteca con Sasha encabezando la marcha. Me sentía incómodo por tener que encajar en un grupo de amigos que ya estaba armado. Me preguntaba cómo se habrían entrelazado sus destinos. Sospechaba que mi padre tenía algo que ver con esto, pero no era el momento para hacer preguntas. Realmente quería forjar o por lo menos simular una amistad con aquellos jóvenes peculiares. No quería decepcionar a mi padre.

—¿Cuántos años tenés? — me preguntó Natasha sentándose frente a mí en una mesa para cuatro.

—Diecisiete —respondí recordando mi documento falso.

—Igual que yo —dijo Sebastián antes de que Natasha pudiese responder y agregó señalando a sus amigos—: ella tiene dieciséis y él trece.

—Parecés más chico —mencionó despreocupado Sasha.

Empalidecí por un instante, me sentía descubierto porque en realidad tenía quince años.

—Vos no podés decir eso, enano —se burló Natasha y Sebastián sonrió apenas mirando a la joven con cierto dejo de fascinación.

Una camarera nos alcanzó el menú y se marchó intentando pasar inadvertida. Los platillos que se ofrecían a los comensales estaban escritos en una estilizada letra dorada sobre una hoja negra y plastificada. Sebastián propuso que compartiéramos una pizza y todos estuvimos de acuerdo.

—¿Saben?, escuché algunas historias sobre nuestro maestro —comentó Sasha.

Los tres lo miramos expectantes y aunque yo conocía quizás mejor que ninguno al viejo Al, me intrigaba saber qué era lo que sabía el niño.

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