Capítulo 31: Presencia oscura

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Segunda parte: Esteban

Magia y sangre

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Aquel martes derribaron mi puerta. Escuché un fuerte estruendo. Luego un silencio extinguió hasta los más mínimos sonidos de la noche y se apoderó de la habitación. No estoy seguro de cuánto tiempo pasó exactamente, podría haber transcurrido una fracción de segundo o quizá minutos enteros.

Recuerdo que permanecí muy quieto. Estaba paralizado en mi silla y al mismo tiempo era consciente de todo lo que sucedía en la habitación. La lámpara oscilaba lentamente sobre mi cabeza como si estuviese siendo movida por una brisa inexistente. El libro que había estado por comenzar a leer permanecía sobre el escritorio de la tienda, aún cerrado. A su lado, el vapor del té que no había tenido la oportunidad de probar, se elevaba. Podía percibir eso y mucho más a pesar de tener la vista fija en la silueta de aquel hombre que irrumpió en mitad de la noche en nuestro negocio cerrado.

A pesar de que nunca lo había visto sabía quién era, incluso antes de que hubiera ingresado en el recinto. No estoy seguro de poder describir solo con palabras las múltiples sensaciones que experimenté. Fue como un presentimiento, pero mucho más intenso. Como si lo hubiese soñado, pero sin haberme quedado dormido. Como el recuerdo de un acontecimiento que no había presenciado.

El aire se había vuelto denso, casi tangible. Podía sentir un gran poder emanando de aquel hombre. No puedo explicar cómo lo percibía, pero lo sentía en mi interior y hacía que se me helara la sangre. La misma sangre que me unía a él.

Avanzó hacia mí durante el tiempo que tarda el corazón en latir siete veces y se detuvo al otro lado del escritorio. Un aura de poder y oscuridad envolvía su cuerpo. No es que estuviesen muy entrenados mis ojos para verlo, pero cualquiera con una pizca de conocimiento en lo oculto lo hubiera percibido.

Podría mentir y decir que me sentí emocionado de conocer a mi padre después de toda una vida sin él o que me sentí invadido por la ira, puesto que cuando nací me había dejado con una mujer que no era mi madre. Aunque lo cierto es que no sentí nada más que un embotamiento extraño que me hacía permanecer atento a todo y a la vez me mantenía como hipnotizado. A decir verdad, no puedo descartar que lo hubiese estado, porque accedí a todo lo que me dijo sin cuestionar nada. Le creí. En ese momento necesitaba creer en algo.

Es extraño que a pesar de haber sido uno de los momentos más importantes de mi vida, no recuerdo con exactitud lo que dijo. Pero puedo asegurar que cuando escuché su voz, sentí que mi respiración se detenía durante un instante. Sus palabras denotaban una fuerza y una seguridad que ninguna otra persona en una situación semejante hubiera logrado conseguir. Puedo asegurar que cuando mi padre hablaba, podía llegar a convencer a cualquiera de saltar hacia un abismo sin tener la oportunidad de pensarlo durante un instante.

En resumidas cuentas, me dijo que era mi padre, lo que extrañamente no me sorprendió. Luego, me pidió o más bien me exigió, que lo acompañase a su auto para nunca más regresar. Ni siquiera se me ocurrió cuestionar su oferta. Me dijo que mi madre, no Susana, sino mi verdadera madre, había descubierto la verdad. Sabía que no me habían sacrificado después de haber nacido como él le había prometido y que estaba cerca de saber dónde encontrarme. En definitiva, si no me iba en ese momento con él, no viviría demasiado.

Me indicó que no debía empacar más que lo justo y necesario, ya que teníamos poco tiempo. Creo que es más doloroso el recuerdo de haber abandonado el hogar que me vio crecer que el haberlo hecho realmente. Como dije, me sentía embotado, y así comencé a moverme como un autómata.

Atravesamos el umbral de la puerta que daba al patio de mi casa. Lo cruzamos iluminados solo por los tenues rayos de la luna y entramos en mi habitación. Encendí la luz y tomé una mochila en la que comencé a guardar algo de ropa. No me fijé demasiado en qué prendas elegía, pero estoy seguro de que eran del color de la noche al igual que casi todo mi guardarropa. Tomé el poco dinero que tenía ahorrado y lo guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Estábamos a punto de abandonar la habitación cuando recordé que estaba olvidando el único objeto material que era valioso para mí. Ante los ojos asombrados de mi padre, levanté una tabla de madera floja del piso y tomé mi grimorio. Estaba compuesto por un montón de hojas sueltas escritas por mi abuelo, por sus antecesores e incluso por mí. Era una recopilación de hechizos y consejos útiles. Lo guardé con delicadeza y cerré mi mochila. Ahora sí, estaba listo para irme, aunque era apenas consciente de lo que aquello implicaría.

Nuestros pasos nos guiaron a la calle. Cuando cerré con llave por última vez, la realidad cayó sobre mí con un peso que casi hizo que se me doblaran las rodillas. Con vergüenza por no haber reparado en ella antes, pregunté:

—¿Qué pasará con mi madre? Con Susana, quiero decir. 

 

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