Capítulo 20: Entre el Cielo y el Infierno

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Comencé a mirar fascinada los distintos negocios. En algunos de ellos reposaban en las vidrieras figuras de diferentes santos y demonios. Quedé impresionada con una imagen de un esqueleto tallado en madera y me pregunté quién podría comprar algo tan feo y que yo relacionaba con la muerte. Por mi mente cruzó la idea de que tal vez alguna religión lo veneraba. Las estatuas de demonios rojos realmente eran escalofriantes. Me preguntaba qué clase de personas rendirían culto a ese demonio. Reflexioné que si esas estatuas se vendían, era por qué había alguien que las compraba.

En una de las tiendas vi expuestos una serie de péndulos de distintos materiales y tamaños. También había una serie de libros que explicaban sus usos, propiedades curativas y adivinatorias. Ingresé en la tienda dispuesta a comprar uno. El negocio me parecía un largo y fino pasillo. Este estaba dividido por un enorme mueble lleno de frascos, cajas y figuras religiosas. Una amplia capa de polvo cubría las estanterías repletas de productos. Palidecí al posar mi vista en un frasco lleno de lo que a mí me parecían ser orejas humanas. Preferí ignorarlo y seguir hacia el fondo sin detenerme a observar la espeluznante mercadería.


En el rincón más oscuro de la tienda, un anciano muy pequeño conversaba con una mujer que se sobresaltó al descubrir mi presencia. Parecía estar avergonzada y asustada de ser descubierta solicitando los servicios del anciano. El hombre caminó rengueando hacia el lugar donde yo lo esperaba en silencio. Detrás de sus sucias y gruesas gafas, cuyo armazón redondo parecía ser tan antiguo como su poseedor, una voz grave y ronca me dijo:

—Bueno, bueno, tenemos a una pequeña hechicera aquí y sus padres no lo saben. Es mejor así, tu madre no lo entendería.

Mi corazón dio un salto. No entendía cómo el anciano que acababa de conocer podía saber tanto de mí. No mucho después me di cuenta que acababa de hacerme una predicción muy ambigua y que seguramente la mayor parte de las personas que compraban en ese lugar estarían relacionadas con la magia. Además, era poco probable que los padres de cualquier persona de mi edad entendieran el interés de sus hijos por las artes oscuras.

Luego me interrogó:

—¿Qué te trae a mi negocio, jovencita?

La mujer que aún se encontraba en el rincón evitaba mirarme. Yo le respondí:

—Deseo un péndulo de cristal de roca.

Rascándose la nuca, añadió:

—Ah... claro, los que trabajan con la luz y el Espíritu Santo. Querés saber si él te ama y quizás algo más. Pero guardaré tu secreto.

En ese momento creí que el hombre estaba leyendo mi mente, pero nuevamente me di cuenta de que todas las adolescentes deseamos ser amadas y guardamos secretos. Abrió un cajón de un pequeño mueble y sacó tres péndulos de cristal. Estiró su huesuda mano de uñas poco cuidadas hacia mí.

—Elegí el que más te guste, mi niña.

Opté por uno que al mirarlo descomponía la luz formando destellos de colores que parecían provenir de su centro.

—¿Sabés cómo se usa?

Negué con la cabeza. El anciano guardó los dos péndulos que yo había descartado y tomó de la punta de la cadena de plata al elegido.

—Tenés que poner tu mano izquierda a unos centímetros por debajo del cristal. ¿Ves? Así, como lo estoy haciendo ahora. Necesitás poner tu mente en blanco, de lo contrario si pensás en la respuesta, te va a decir lo que querés escuchar. Nunca te olvides de saludarlo con respeto antes de hacerle cualquier pregunta. Hay muchas energías involucradas. La respuesta será afirmativa, si gira tal y como las agujas del reloj; si es negativa, lo hará en sentido opuesto. Una vez que tengas la respuesta, agradecele y el péndulo va a parar inmediatamente. Mirá.

El hombre se dirigió hacia el péndulo.

—Hola, péndulo. Decime, por favor, ¿esta niña te va a usar sabiamente?

El péndulo sorprendentemente comenzó a girar en sentido afirmativo. Hubiese jurado que el vendedor solo lo sostenía. El movimiento no provenía de él. Cuando le dio las gracias, cesó su rotación instantáneamente.

—Es para vos, jovencita. Predecirá lo que vos puedas predecir.

Un interrogante cruzó como un relámpago por mi cabeza.

—Entonces... ¿el futuro está escrito?

Entrecerrando los ojos, negó con la cabeza y se apresuró a decir:

—Uno escribe su propio destino que se va entrelazando con el de los demás. El péndulo te permite saber lo que va a suceder si el presente no cambia radicalmente sus parámetros. Es decir, tus decisiones pueden cambiar el futuro y podés saber las intenciones de los demás. Tu percepción juega un papel importante en esto.

Agradecí al hombre, le pagué y al retirarme saludé con ironía a la señora que esquivaba mi mirada. Luego salí del negocio.

Recordé el hecho de que nunca antes había entrado a una iglesia. Mis padres eran agnósticos y no me habían inculcado religión alguna. Así que me dirigí hasta la imponente puerta, guiada por la curiosidad. Me sorprendió desde la entrada la altura de las columnas de mármol.

Una corriente fría proveniente de su interior contrarrestaba con el intenso calor de la calle. La inmensa altura del techo me producía una deprimente sensación de insignificancia. La oscuridad atravesada por finísimos rayos de luz provenientes de los majestuosos vitrales y la figura de la crucifixión de Cristo se alzaba sobre un atrio dorado. Lujosos candelabros y estatuas ornamentadas con bellísimas joyas se diseminaban por toda la iglesia.

Reparé en una madre harapienta sentada en el piso cerca de mí que amamantaba a su hijo y sostenía con la mano una abollada lata en la cual se sacudían escasas monedas. Algo no estaba bien, ¿cómo podían permitir lujos para las simples estatuas y hambre para las personas? No quise entrar en la iglesia. Di media vuelta, saqué de mi bolsillo un billete y lo coloqué en la lata. La mujer que no era mucho mayor que yo sonrió y me dijo:

—Muchísimas gracias. Que Dios te bendiga.

Volví a bajar la escalinata. Cada vez entendía menos al mundo. Se me ocurrió pensar que tal vez el hambre de algunos era lo que permitía el lujo de otros. Quizás el cielo y el infierno coexistían, así como no hay poder sin sometimiento y no existe el bien sin el mal.

 Quizás el cielo y el infierno coexistían, así como no hay poder sin sometimiento y no existe el bien sin el mal

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