Capitulo 9

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—Mariana Espósito —respondió una voz masculina—. Así que aquí es donde te escondías.
El corazón le dio un vuelco, luego comenzó a latir de nuevo. «Como si no tuviera ya suficientes problemas.»

—Maxi Recca. No me escondo, ¿y cómo demonios has conseguido mi teléfono?
Él resopló burlón.

—Conozco mi trabajo, querida. Y no te metas. Es peligroso.

Una sirena llegó a sus oídos a unas cuadras de distancia, luego dejó de escucharse. Se le erizó el vello de la nuca y Lali apartó la cortina de encaje para echar un vistazo a la calle a través de la pequeña ventana de la cocina. Nada, aunque lo oportuno de la llamada telefónica se había vuelto súbitamente muy interesante.

—¡Eres tú quien estuvo en casa de Lanzani! ¡Casi me matas!

—No esperaba que aceptaras un trabajo como ése. Demasiado complicado, ya sabes.

—Bueno, que friégate, que ri do. —Frunció el ceño cuando se le ocurrió otra idea—. ¿Cómo sabías que fui yo quien estuvo allí?
Maxi bufó de nuevo.

—No me insultes. Cualquier otro estaría muerto. Incluso siendo tú, estuvo muy cerca, ¿no? Además, intento hacerte un favor.

—Un fav...
Captó otra sirena que cesó de repente, en lugar de convertirse en el típico rugido grave y resonante al detenerse el auto.

—Demonios. Tengo que irme. Maxi, si me denuncias a la policía, eres hombre muerto.

—Jamás llamo a la policía. Esto es una mierda. Vete, Mariana. Me encargaré de todo.

—Claro, está bien. —Colgó el teléfono mientras en su cabeza revoloteaban las posibilidades sobre quién podría haberse ido de lengua y por qué. Fue corriendo a su dormitorio, agarró la mochila que siempre guardaba debajo de la cama, y se entró de nuevo a su sala de estar. La computadora seguía allí, preguntándole si deseaba subscribirse o no, por el módico precio de 12.95 al año, al boletín de noticias dedicado a seguir la vida privada y los negocios de Juan Pedro Lanzani.

Arrancó el enchufe de la pared, quitó la carcasa del CPU y sacó cada tarjeta y cable que no estaban soldados. Los metió en la mochila, destrozó a patadas el resto de la unidad y, a continuación, se tomó otro minuto para comprobar las ventanas alrededor del perímetro de la casa. Parecía despejado, y se escabulló por la puerta de atrás. Saltó el cerco de su vecino y, a continuación, subió al techo de la señora Funes, mientras se estremecía de dolor provocado por el movimiento que tiraba de la herida de su muslo. Finalmente, echó a correr.

Había dejado su Honda estacionado a dos cuadras de distancia en el supermercado del barrio, y llegó a él justo cuando un escuadrón de la policía, seguido por uno de las noticias, pisaban sus talones en dirección a su casa. Su ex casa. Puso en marcha el auto, y manejó otros dos kilómetros y medio antes de introducirse en un terreno repleto de hamburgueserías, pizzerías y parrillas. La cabina telefónica funcionaba, aunque no daba fe de su higiene. Introdujo una moneda, y marcó el número de Nicolás.

—¿Sí?

—¿Nico? —dijo agudizando la voz—. ¿Está Nicolás allí?
Ella escuchó suspirar.

—Mire, señora, ya le he dicho que aquí no vive ningún Jorge. No está aquí. ¿Entiende?

—Entiendo. —Cuando colgó el teléfono le temblaban las manos, y se las agarró. Habían encontrado Nicolás, o, al menos, lo estaban vigilando. De cerca. Lo que significaba que probablemente tratarían de rastrear la llamada. Maldiciendo, volvió velozmente al auto. ¿Cómo había encontrado tan rápidamente su rastro la policía? Sabía que no había dejado huellas, y que, incluso si Lanzani hubiera logrado dar una buena descripción de ella, no tenían nada con qué compararla. Le creía a Maxi cuando le decía que no la había entregado... ése no era su estilo. Sin embargo, la llegada de la policía tampoco lo había sorprendido. Alguien se había ido de lengua, y los habían implicado tanto a ella como a Nicolás. Entrecerró los ojos. Nadie le tomaba el pelo. Nadie que no acabara lamentándolo después.

Esto estaba fuera de control. A la gente rica le robaban cosas a todas horas. Motivo por el cual habían inventado los seguros. No obstante, lo que la gente rica no tenía era gente que tratara de hacer volar por los aires su casa, y puede que incluso a ellos. Maldito Maxi. Recordaba el rostro de Lanzani cuando impactó con él, la expresión asustada que había reemplazado la leve diversión en sus ojos. Tenía que saber que ella no había tratado de matarlo. Todo lo contrario. Le había salvado la vida.

El corazón de Mariana dio un vuelco. Por lo que sabía, él era el único testigo que la involucraba en todo aquello. Maxi podría haber dicho que se encargaría de todo, pero, según su experiencia, eso significaba únicamente las cosas que a él le importaban. Si éste seguía con su rutina habitual, desaparecería durante algunas semanas y aparecería para contar sus ganancias. Lo que estaba bien, salvo que la dejaba a ella con un montón de problemas. Y por eso necesitaba a Lanzani. Tenía que convencerlo de que era inocente... o relativamente inocente, en cualquier caso. Alguien tenía que cargar con la culpa por ese fracaso, y Lali no tenía la menor intención de ser ella quien lo hiciera. Parecía que, después de todo, tendría que escalar el muro para entrar.

Continuará...

Arte Para Los Problemas(LALITER) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora