Capitulo 10

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Jueves, 9:08 a.m.

—Esto es absurdo —dijo Peter, al colgar el teléfono después de su conversación con el jefe de Policías—. Han pasado dos días y siguen diciendo que tienen algunas pistas, pero nada que puedan contarme.

—Lo cual sería cierto. —Gastón observó a Peter pasearse desde el extremo más distante del escritorio.

—Salvo que tienen a Nicolás Vázquez bajo vigilancia. —Peter dio un vistazo al fax que Gastón había traído con él—. Y una casa que han comenzado a buscar esta tarde. A mí me parece que eso es significativo.

—Es algo. Pero, dado que la casa es propiedad de una tal Juanita Fuentes que, al parecer, murió en 1977, supongo que no están muy seguros de lo que sucede.

—Quiero ir ahí —dijo Lanzani—. A esa casa. —Se fue hasta el armarito de los licores en busca de un coñac al tiempo que se frotaba la sien. El doctor Lasarte le había dicho que posiblemente tuviera una conmoción cerebral leve, pero imaginaba que a estas alturas el dolor de cabeza se debía en igual medida a la frustración.

—No puedes. Todavía no estamos al tanto de eso de modo oficial. Y, por el momento, sólo puedo presionar, Peter, aun utilizando tu nombre.

—Odio no saber qué está pasando. Y, a pesar de lo que piensen los demás, ella no actuó...

—¿... no actuó como una asesina? Eso ya lo has dicho... pero tu trabajo no es decidir eso. —Gastón se aclaró la garganta, descruzó sus piernas y se puso en pie—. Me preocupa más que la policía quiera que te quedes en Buenos Aires. —El ceño de Juan Pedro le hizo esbozar una sonrisa—. Quiero decir que me gusta tenerte aquí pero mantenerte en un lugar mientras las cosas explotan no hace que me sienta tranquilo.

—A mí tampoco.

—¡Ja! A ti te encanta estar metido en medio de todo este problemón.
Peter lo miró.

—Cierto o no, me gustan las resoluciones. Anda a hacer algo constructivo, ¿quieres?
Gastón hizo una reverencia verdaderamente espantosa.

—Sí, su majestad. Me iré a mi oficina y le haré otra llamada a la senadora Becerra. Puede que si le meto prisa, consiga algo.

—Sí, presiona a Barbará, o lo haré yo.

—No, no lo harás porque estás escondiendo tus intenciones y ayudando a la policía en este asunto. Yo soy el abogado. Se supone que tengo que ser desagradable.

Dalmau se marchó, y cerró la puerta al salir. Pero Peter siguió paseándose de un lado a otro. Odiaba que lo manipularan, aun si se trataba de un amigo como lo era Gastón. Las estupideces que escuchaba del departamento de policía resultaban simplemente insultantes.

Suponía que se le podría considerar sospechoso según la extraordinariamente inteligente imaginación de alguien, pero, en realidad, era probable que quisieran que se quedara en Buenos Aires porque su presencia mantendría a los medios interesados y convencería a las autoridades de seguir pagando las horas extras a los investigadores. Mientras que aquello sirviera para que alguien localizara a la señorita Rinaldi, aguantaría estar en el ojo público... por ahora.

Se dispuso a tomar otro trago de coñac pero se detuvo cuando la ventana situada en el centro del techo vibró y se abrió. Con una elegante voltereta que parecía mucho más fácil de lo que debía ser, una mujer se introdujo en su oficina. La mujer, advirtió, dando un paso atrás de modo reflexivo.

—Gracias por deshacerse de su compañía —dijo con voz grave—. Me estaban dando calambres allá arriba.

—Señorita Rinaldi.
Ella asintió, manteniendo sus ojos clavados en él, caminó hasta la puerta y cerró con pestillo.

—¿Está seguro de que es usted Juan Pedro Lanzani? Creí que dormía con un traje de marca, pero anteanoche no tenía puesto más que un pantalón de buzo, y esta noche... —Lo miró lentamente de arriba abajo—... tiene una camiseta y un jean, y está descalzo.
Los músculos que cruzaban su abdomen se contrajeron, y no debido al temor, advirtió con interés.

—El traje está en la tintorería. —Las manos enguantadas de la mujer estaban vacías, igual que lo habían estado la otra noche, y esta vez ni siquiera llevaba una pistola de pintura o una mochila. Vestía nuevamente de negro... zapatos negros, un apretado pantalón negro y un polo negro que se moldeaba a sus curvas.
Ella frunció los labios.

—¿Convencido de que no llevo un arma escondida?

—De llevarla, no se me ocurre dónde podría hacerlo —contestó, guiando la mirada por todo su cuerpo.

—Gracias por darse cuenta de eso.

—De hecho —prosiguió Peter—, parece que va un tanto ligera de ropa comparada con la otra noche. Pero me gusta el gorra. Muy elegante.
Ella le regaló una amplia sonrisa.

—Es la mejor forma de mantenerme el pelo largo recogido y apartado de la cara.

—Correctamente apuntado para mi informe policial —dijo, su mente seguía considerando la intrigante idea de dónde podría llevar un arma escondida—. A menos que esté aquí para matarme, en cuyo caso supongo que da lo mismo de qué color sea su pelo.

—Si estuviera aquí para matarlo —replicó en un tono de voz suave y sosegado, mientras lanzaba una mirada al escritorio por encima del hombro de él—, estaría muerto.

—Está muy segura, ¿no es así?

Continuará...

Arte Para Los Problemas(LALITER) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora