IV. BANG BANG.

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 R

A la mañana siguiente, mi primo ni siquiera me concedió la tregua que habíamos pactado para las situaciones post-fiesta. Saltó limpiamente y aterrizó encima de mí, aplastándome bajo su peso. Comencé a revolverme para quitármelo de encima, pero Ken parecía haberse convertido en un tonel de cemento de varias toneladas de peso. Para colmo, él se echó a reír alegremente. Y mi cabeza se quejó en respuesta a aquellas carcajadas tan estruendosas que retumbaban en mi cabeza como si estuvieran instaladas para siempre.

-Anoche te lo pasaste bien, ¿eh? –Preguntó Ken y me hincó el codo en el costado a propósito-. ¿Cuántas cayeron? ¿Una? ¿Dos? ¿O tal vez ninguna?

Gruñí y mi primo se apoyó más aún en mí.

-Oh, vamos, ¡cuéntamelo! –me suplicó-. La chica con la que te dejé anoche parecía merecer la pena… y mucho. De haber sabido que tú no habrías hecho nada con ella, me hubiera quedado… ¡Ah, joder, R, eres un puto cerdo! Eso es jugar sucio –gritó, mientras le retorcía la muñeca y él intentaba liberarse.

La chica de la máscara rosa, la rubia, había conseguido divertirme la noche. Primero me había intentado engatusar invitándome a beber más, con el deseo de saber más sobre mí, y luego me había dejado con el calentón alegando que se encontraba mal. Muy hábil. Aunque no habíamos conseguido llegar más lejos que el toqueteo, me había sentido… aliviado. El encontrar una chica que pusiera unos límites y no se entregara por completo a mí me había recordado a los viejos tiempos; a mis inicios, diría yo, cuando solamente era un chaval que buscaba el amor verdadero.

Aquella chica era diferente y lamentaba, de forma tardía, no haberle preguntado cosas sobre ella. Me arrepentía incluso de no haberle dicho mi nombre pero, quizá, eso hubiera supuesto otro giro a los acontecimientos: toda chica que me conocía, caía rendida a mis pies y me suplicaba que la llevase a cualquier rincón y que folláramos sin compromiso. Ahí radicaba la diferencia entre la rubita y la morena a la que me había tirado después de haber dejado a la rubita con su amiga: la primera se había convertido en un desafío, la segunda había sido fácil de complacer y de despachar.

Saqué la cabeza de debajo las mantas y observé a Ken, que tenía un gesto de dolor y había terminado en el suelo.

Mi primo me lanzó una mirada de odio mientras se frotaba con insistencia la muñeca. Vaya, quizá me hubiera pasado un poquitito.

-Con esa chica no pasó nada –le aseguré-. Mi belleza la abrumó y se tuvo que ir en mitad de la fiesta porque se encontraba mal –le conté.

-Pero luego te vi muy bien acompañado con una morena –recordó Ken, con una sonrisita-. ¿Consiguió ésa resistirse a tu belleza o también se tuvo que ir?

Le guiñé un ojo de forma evidente.

-¿Tú qué crees? –le pregunté, poniendo los ojos en blanco.

Ken se echó a reír como si le hubiera contado un chiste divertidísimo y rodó por el suelo, olvidándose por completo de su muñeca malherida. Sus carcajadas, que se me clavaron como agujas en la cabeza, retumbaron por toda la habitación y, sabía, que no iban a tardar en alarmar a los dos pequeños, que vendrían corriendo dispuestos a conocer todos los detalles escabrosos de la noche anterior. Según ellos, tanto Ben como Antonio eran el futuro de la familia; la siguiente generación. A pesar de los intentos de mi madre de intentar refrenarlos, ellos parecían estar encantados con nuestras peripecias.

Mi padre, obviamente, estaba desesperado por intentar cambiar ese pequeño detalle: por eso mismo se encargaba de mantener zanjados cualquier tema que tuviera que ver con alguna herida, discusión o noticia sobre las correrías nocturnas que teníamos Ken y yo.

LAST ROMEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora