VI. HERO.

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Habían pasado varios días desde que había descubierto la identidad de la chica misteriosa de la fiesta. Aún seguía sorprendido de que hubiera sido la hija de Clermont, pero me había prometido a mí mismo que iba a dejarle de dar vueltas al jodido tema. Ya tenía suficientes problemas con aguantar a mi padre gritándome a todas horas como para que añadiera a eso el hecho de que me había enrollado con la hija del enemigo más acérrimo de mi padre. Aquello era de locos.

Ken había cumplido su promesa y se había callado, pero no paraba de lanzarme miraditas que, tarde o temprano, pondrían alertar a cualquiera de la familia. Y eso era lo que menos necesitaba en aquellos momentos. Sabía que mi padre estaba cumpliendo poco a poco su venganza; a veces lo veía hablar seguido por el teléfono y, cuando me veía acercarme, cerraba la puerta o se marchaba de donde estaba. Cuando le preguntaba a mi madre sobre el asunto, ella se mostraba evasiva. Incluso Ken se mostraba reacio a responder a mis preguntas.

Me había aburrido de estar al margen de un asunto que me concernía directamente a mí, así que había cogido aquella mañana las llaves de mi precioso coche y había salido a dar una vuelta. No tenía rumbo, así que me dediqué deambular de un lado a otro de la ciudad esquivando coches y sobrepasando los límites de velocidad. Necesitaba soltar todo lo que me corroía por dentro y ésa era la mejor forma.

Sin embargo, y para mi mala fortuna, me topé con algo que no me hubiera esperado ni siquiera en mis peores pesadillas.

Divisé a lo lejos un grupo de lo que parecían fotógrafos y supuse que estaban persiguiendo a alguna celebridad, hostigándola para que les respondiera a sus preguntas y pudieran hacer que respiraran tranquilos al resto de la población que seguía muy de cerca sus pasos. Vi que la chica doblaba una esquina a toda prisa, deseosa de deshacerse de ellos. Su pelo rubio desapareció tras la esquina y tuve una extraña sensación, como si me instara a que fuera tras ella y le echara un cable.

Arranqué mi coche y me acerqué a toda prisa hacia la esquina donde había desaparecido la misteriosa famosa. Para mi satisfacción, vi que andaba apresuradamente –todo lo apresuradamente que podía hacerse con aquellos tacones que llevaba- y que no miraba hacia atrás.

Avancé hasta ponerme a su altura y bajé la ventanilla del copiloto y silbé, intentando atraer su atención.

-¡Eh, tú, rubia! –le grité y ella se giró asustada hacia mí. Tenía unas enormes gafas oscuras que cubrían parte de su rostro y que le daban un cierto aire de familiaridad con…

Detuve el vehículo y me incliné, sonriéndole de una forma que, esperaba, fuera encantadora. Ella se me quedó mirando y vi que estaba dudando entre responderme o proseguir con su huida. Mi sonrisa se hizo más amplia.

-Sube –le ordené-. Sube y te ayudaré a deshacerte de esas sanguijuelas de la prensa.

Al ver que seguía dudando, solté un suspiro de exasperación y recé para que los equipos que llevaran no se hubieran vuelto más ligeros para que pudieran alcanzarnos en cualquier momento. Ella debió pensar lo mismo, ya que echó un último vistazo a la calle antes de subirse finalmente al coche. Cerró de golpe la puerta –me dolió que lo hiciera con tanta fuerza- y dejó las bolsas que llevaba a sus pies.

Arranqué y salimos pitando de allí. Cuando nos alejamos lo suficiente, bajé la velocidad y la miré de reojo. La chica, finalmente, se quitó las gafas y sentí que el aire de mis pulmones se me escapaba de golpe.

La chica se atusó el pelo y se miró en el espejo retrovisor para ver cómo estaba su aspecto. Tragué saliva y procuré mostrarme indiferente. De entre todas las mujeres que vivían en Bronx, había tenido que toparme con ella. ¡Con Genevieve Clermont! Ella, sin embargo, no parecía haberme reconocido; aunque tampoco podría haberlo hecho porque no me había quitado en ningún momento de la noche la máscara y no aparecía en ninguna de las fotos que habían hecho a la entrada.

LAST ROMEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora