I. SHOT ME DOWN.

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GENEVIEVE.

Me miré por enésima vez en el espejo y sonreí. Estaba más que guapa y estaba segura que esta noche iba a destacar, como siempre. Tiré de mi trenza y observé el vestido por el que me había decantado para la fiesta: un sencillo vestido de escote en forma de corazón y péplum de color rosa pálido; bajé la vista hasta mis exclusivos zapatos con incrustaciones de Swarovski y entonces sentí que estaba más que preparada para ello. Allí, en Bronx, solamente unos pocos afortunados estábamos invitados a fiestas de ese nivel y yo era una de ellas. Ser la hija de una de las manos derechas del presidente Weiss tenía sus ventajas, aunque también alguna desventaja... como estar perseguida como una delincuente o ser objetivo de continuos ataques por el hecho de ser hija de Marcus Clermont. Pero todos sabíamos el por qué, ya que mi padre también había tratado de hacer lo mismo: intentaba quitarse de encima a su rival, y la otra mano derecha –o la izquierda- del presidente, Charles Beckendorf. Lo que significaba que la familia de éste tampoco se libraba del rifirrafe de nuestros padres.

Sin embargo, me dije, aquella noche iba a dejar de pensar en trifulcas familiares y problemas: hoy era un día para divertirse. Y eso era exactamente lo que iba a hacer.

-¡¡¡Viiiiiii!!! –exclamó una voz irrumpiendo en mi enorme y personal cuarto de baño mientras me retocaba la trenza.

Mi mejor amiga, Bonnie, se situó a mi lado y comenzó a sacar cosméticos del bolso diminuto que llevaba; cogió su barra de rímel y comenzó a pasársela por las pestañas, mientras me dedicaba aprobadoras miradas entre pestañeo y pestañeo.

Esbocé una sonrisa coqueta e hice un guiño al espejo, provocando que Bonnie soltara una risita.

-Hoy es nuestra noche, Vi –me aseguró, mientras pasaba del rímel al pintalabios, de un color berenjena-. Aunque, como siempre, tú serás el centro de atención –hizo un mohín parecido a un puchero.

Bonnie Adele Harrell era hija de uno de los miembros del Consejo y mi mejor amiga. Habíamos llegado a congeniar desde parvulitos y nuestra amistad nunca había flaqueado; a ella le gustaba compararse conmigo, siempre deshaciéndose en elogios –según ella por el bonito pelo, rubio pálido, y los ojos, azul aguamarina, con los que me había bendecido nuestra señora la genética-, siempre que tenía ocasión. Se había acostumbrado a ser la amiga de la hija del Cónsul Clermont, o sea yo, y parecía estar encantada con ello.

Además, hacíamos buena pareja: mientras yo era rubia, pálida y de ojos azules; ella era todo lo contrario: morena, de tez bronceada –quizá porque era una asidua a los rayos UVA- y unos llamativos y cálidos ojos verdes. Yo era toda frialdad, pero Bonnie era como el sol... cálida y amigable.

Reí tontamente e hice un aspaviento con la mano, como restándole importancia. Pero ambas teníamos claro que lo que había dicho era cierto.

-Bonnie, ¡estás espectacular! –La felicité, observando su bonito vestido blanco de una sola manga-. Seguramente todos se queden boquiabiertos al verte...

-Oh, pero no sabrán que soy yo –contestó ella, con una sonrisa misteriosa, mientras sacaba su máscara del bolso y se la probó frente al espejo-. O eso espero –añadió, guiñándome un ojo.

No pude responderle nada porque mi hermana mayor, Michelle, irrumpió en el baño, ataviada con su habitual pijama azul, y nos observó con una ceja enarcada. A ella no le gustaba mucho asistir a este tipo de fiestas y, estaba claro, que no iba a ir a aquélla por mucho que le hubiese suplicado, negociado e incluso amenazado. Michelle prefería mil veces pasar una noche como ésta pegada a la pantalla de su enorme y carísimo ordenador antes que salir a divertirse aunque solamente fuera un poco.

Le lancé un beso y ella hizo una mueca, como si aquello la asqueara profundamente.

-¿Estáis ya listas? –nos preguntó-. Porque ya está abajo la limusina y no querréis llegar tarde, supongo.

Salimos a toda prisa del baño esquivando a Michelle, que tuvo la suerte de apartarse a tiempo, mientras nos dirigía una mirada divertida. Escaleras abajo, mientras Bonnie se quejaba de que ya le dolían los pies, nos topamos con mi madre, que nos evaluó como si pensara que nuestras ropas escandalizarían a cualquiera. Sin embargo, tuvo la decencia de no decir nada sobre nuestras ropas tan cortas porque sabía que le interesaba a la familia que fuera así. Patrick Weiss era el anfitrión en aquel moderno baile de máscaras que tanto difería del que celebraban los adultos y, al ser el hijo del presidente, era necesario que ganara puntos con él por mi familia. Por mi padre, me corregí. Cuando el presidente se retirara, uno de los dos Cónsules -Beckendorf o mi padre- se haría cargo; el problema estaba en que ninguno de los dos podría soportar que el poder recayera en las manos del otro, por lo que intentaban eliminarse el uno al otro. Era obvio que no había pruebas que pudieran inculparlos, pero todo Bronx conocía la verdadera historia que se escondía tras los innumerables atentados que habían sufrido ambas familias.

Y ahí estaba yo, dispuesta a coquetear con el hijo de Weiss para intentar ganar puntos a favor para mi familia, ya que los Beckendorf no tenían hijas. Toda una lástima, vaya.

Mi madre nos abrazó a Bonnie y a mí y nos sonrió, como si nos intentara animar. Sin embargo, aquella sonrisa tenía un mensaje claro: «Que no se te olvide para qué vas a esa fiesta, Genevieve». Yo asentí, dándole a entender que lo había captado.

-Que tengáis una buena fiesta, chicas –nos despidió mientras subía a la siguiente planta para, seguramente, irse a la cama. De todas maneras, Davinia se encargaría de abrirnos cuando decidiéramos regresar de la fiesta.

En cuanto nos sentamos en la limusina, Bonnie comenzó a abanicarse con la mano, como si, de repente, hiciera un calor de mil demonios. Sin embargo, la conocía lo suficiente como para darme cuenta de que estaba comenzando a ponerse nerviosa. Estábamos acostumbradas a ir a eventos de ese tipo, pero ella no podía evitar darle vueltas a un montón de cosas antes de ir, provocándole que llegara siempre casi de los nervios.

Le di un par de palmaditas en la rodilla, como siempre hacía, para intentar darle ánimos. Ella me dedicó una media sonrisa.

-¿Crees que irán los Beckendorf? –preguntó, mientras no paraba de tocarse el dobladillo de su vestido.

Jamás me había preguntado nada por el estilo, pero es que jamás habíamos asistido a una fiesta dada por Patrick Weiss. Era obvio que estaba nerviosa por el simple hecho de cruzarnos con alguno de esos bestias. No los conocía personalmente, lo que agradecía, pero había oído alguna de sus actividades: peleas, drogas, muchas borracheras y demasiados corazones rotos. En definitiva: unos tipos a evitar. Ya no solo por el odio que les tenía mi familia, y que era mutuo, sino por mi propio bien.

Además, yo tenía mis propios planes. Y los Beckendorf no entraban en ellos.

LAST ROMEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora