Capítulo 22

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Al amanecer.

Sobre uno de los balcones de forja, de sobre la rue Belleville, solo un pequeño de diez años atestiguaría lo que en unos momentos acaecería.

Despreocupado, el niño despertó, y fue a donde la puerta del balcón en su dormitorio. Como todos los días, permanecería ahí hasta que su madre le llamara para desayunar, o hasta que el aburrimiento le venciera. En esta ocasión, sería la voz de su madre la que le apartaría de lo que avizoró y a lo que dio poca importancia.

Barret y un fugitivo más irrumpían en el vecindario, y lo sitiaban de los extremos con un cordón rojo.

Aquel que acompañaba al terrible esposo en espera de su amada, era quien al poco tiempo de conocerlo se ganó su odio y unos cuantos golpes que establecieron una enemistad vulnerable al dinero.

—Hay que mantener precauciones —comentó Barret al hombre rollizo de mirada penetrante, al tiempo que de una oscura mochila en sus hombros, sacaba un gran fajo de billetes y se los entregaba.

Ambos hombres permanecían en media calle.

—Olvídate de la paliza que quiero darte —dijo, tomando el dinero.

—Ahora a lo que sigue —agregó, mientras sacaba de uno de los bolsillos de su abrigo la hoja recibida hace unos días por la enfermera, con el nombre del edificio y habitación a la que en unas horas llegaría Addison junto con la doctora—. Orson, tu participación terminará dentro del Alès... Nadie puede quedar vivo.

Ambos decidieron acercarse a la acera, el corpulento siguió a Barret rumbo al edificio objetivo. El segundo se detuvo y sacó de la mochila una pistola semiautomática y un silenciador, los cuales le entregó. Pronto extrajo de ahí el arma que también había de usar.

Los hombres arribaron al portón de un viejo edificio, del Alès, del que se pensaría que la fachada no ha sido tratada desde hace años, tal vez desde que el misterio latente se sembró ahí, sobre la calle; la misma que sería sede para el gran encuentro.

Barret tocó el portón levemente con el silenciador ya colocado a su arma. No sé tardó en atenderle, pues el vigía dispuesto al otro lado abrió; y en cuanto lo hizo fue liquidado por dos disparos de Orson.

Barret ingresó de inmediato, y advirtió a un hombre que descendía de las escaleras. Sin pensarlo, le disparó.

Orson de igual manera se abrió paso hacia el interior, en donde arrastró al inerte vigía hasta un par de tanques de gas, lejos del portón que se volvía a cerrar.

—Antes de ir a la número cuatro, es necesario visitar las demás —comentó Barret, dirigiéndose a las escaleras—. Encárgate de este piso.

En tanto, en el hospital Ville Lorent, la doctora se encontraba en la habitación de Addison.

—Es extraño —comentó Addison, poniéndose un abrigo azulado, un obsequio más de la doctora—. Todos los días viene y me despierta a la misma hora.

—No siempre será de la misma manera, esta vez Grace tuvo que salir por un inconveniente con sus hijos. Me pidió que la llamara en cuanto saliéramos de aquí. Le hubiera gustado despedirte como se debiera— dijo, y sacando de su bolso un par de moños, le sonrió—. Uno es para ti.

—Natalie, no pensé que fuese a pasar esto.

—¿Tú salida? Addy, ya lo hemos hablado.

—Me refiero a que afuera aún seguirás conmigo.

Acentuando su sonrisa, Natalie tomó uno de los moños y se le aproximó. Le dio un beso en la frente para luego colocarle el accesorio en ese lacio y oscuro cabello.

LA RUE BELLEVILLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora