Capítulo 5

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La algidez del concreto que se encargaba de contenerle a cada lado (exceptuando uno) se fortalecía con la llegada de la noche. En esta ocasión, para Barret no habría conticinio alguno que le permitiera derruir la posición en que se encontraba frente a los oxidados barrotes de su celda; al menos nada, además de la fuerza humana, lo lograría.

Él no encontraría diferencia alguna entre la dura placa de metal colgada a la pared en busca de sustituir una acolchada cama, y el simple suelo; en este último decidía esperar nada, sentado, con la ilusión de ver llegar el amanecer y tener que dirigirse al comedor; alguna visita inesperada; la pequeña libertad de salir al gran patio; o simplemente el arribo del sueño que permitiera ilusionarle con el hecho de despertar y ver 95 años ya pasados. Ver en el pasado esa gran estela de tiempo solo podría imaginar o soñar.

Barret pronto cayó dormido luego de una breve reflexión a lo que lo había conducido a ese inhóspito sitio. Si pudiera compartir la misma desgraciada cualidad de su esposa, pudiera ser capaz de disfrutar de una vida fuera de la realidad, que lo mantendría ocupado sin resentir aquella gran ola del tiempo; pero para su suerte no sería así, y tendría que conformarse con sueños breves, con sueños débiles que le hicieran volver a su realidad, como en unos momentos estaría por hacerlo.

El fuerte golpeteo a los barrotes de su celda le sobresaltó. Barret se despertó de inmediato.

—¡Vamos imbécil, levántate! —dijo uno de los dos oficiales que ya había ingresado a la celda, luego de que su compañero la abriera y la comenzara a golpear con la macana.

—Se ve que tiene mucho sueño —comentó el custodio afuera de la celda, mientras Barret se ponía de pie, en silencio y un poco atareado.

—Parece que sí —respondió, al tiempo que se acercaba al recluso, con un par de esposas, y dirigía sus palabras a este—. Pero tranquilo cobarde, que ya te llevaremos a un lugar más cómodo.

—¿A dónde? —preguntó Barret, evitando que el oficial tomara sus muñecas.

—A donde serás bien recibido— respondió para forzar el agarre, pero Barret una vez más le evadió—. ¡No estás en tu maldito mundo como para querer resistirte!

De súbito, el otro oficial ingresó a la celda, y con macana golpeó a Barret en la pierna.

—¡No tenemos toda la noche!

Aquel policía vio la oportunidad de colocarle las esposas, y al conseguirlo, lo puso de pie para hacerlo caminar.

—¡Vamos imbécil! —mencionaba ante el avance del recluso, comenzando a fastidiarle.

Doblar en la esquina de un pequeño pasillo, y atravesar un par de puertas, les permitió llegar a un gran corredor, con un número incierto de celdas a cada lado, envueltas en murmullos; murmullos que perderían fuerza una vez que Barret se hiciera notar para verse envuelto en abucheos e insultos.

A unas cuantas celdas adelante, Barret advirtió a otros dos oficiales que, al igual que a él, sacaban de ahí a otro recluso: un hombre un tanto rollizo y corpulento, con una pequeña barba que se perdía en medio de aquella luminiscencia y el azul oscuro del uniforme.

A medida que Barret avanzaba, el pasillo se hundía en un escándalo y en palabras que se le referían a él, como si conocieran los crímenes por los que estaba condenado. Pronto, él y los oficiales que le custodiaban se detuvieron frente a aquella celda, justo cuando harían avanzar al preso hacia la dirección contraria. Barret no tardó en avizorar la penetrante mirada del corpulento hombre, acompañada de una sonrisa aspirante a acentuarse.

—Déjenme darle una lección —pidió de pronto ese hombre, y la respuesta de los oficiales que le contenían fue una pequeña carcajada.

Barret se extrañó al ver las muñecas de ese recluso, libres del par de esposas, libres ante una petición sencilla de cumplir, cual acceso de un padre ante un niño deseoso de una golosina. Y sin esperar más, el liberado se abalanzó contra él.

A penas Barret tuvo oportunidad de evadirlo, y darse cuenta de la sonrisa con que los dos policías que le llevaron ahí le miraban, dejándolo esposado.

Los abucheos fueron luego acompañados de gritos de júbilo y gozo por la riña que acababa de librarse; y en medio de estos, se hacían oír frases empapadas de favoritismo: "acaba con él", "enséñale a respetar a las mujeres", "déjenos salir para darle también una lección"

—¡Cállense de una buena vez! —gritó inútilmente uno de los oficiales, para luego golpear los barrotes mientras continuaba apreciando el enfrentamiento.

Un golpe más en su rostro hizo caer de nueva cuenta a Barret, quien solo veía dentro de sus posibilidades defenderse.

En el suelo, y aún consciente, Barret fue tomado de un extremo de la camiseta y levantado.

El hombre lo estampó contra la pared y lo devolvió al suelo; con los puños buscó desesperado su rostro, para bañarlo en sangre y hacerle vislumbrar una interminable agonía; con las piernas buscó su flaqueza, para impedirle huir de dicha agonía.

—¿Qué se siente maldito? —inquirió el hombre, gozoso, consiguiendo traspasar los intentos de defensa de Barret y tomándolo del cuello para estrangularlo—. ¿Qué se siente estar en el lugar de Addison? ¿Qué se siente estar en el lugar de los inocentes a los que les quistaste la vida?

El hombre buscaba una incipiente respuesta en la mirada aturdida de Barret, que solo se perdía en el fulgor de una de las empolvadas lámparas en el techo, y era arrasada por una película carmesí que escapaba de sus pómulos.

—Bien, ya es suficiente. Espósenlo —intervino uno de los oficiales, antes de que Barret perdiera el conocimiento.

El hombre, sin embargo, se resistió a abandonar el cuello de su víctima. Los oficiales, entonces, optaron por apartarlo con la fuerza de las macanas.

—¡Espósenlo y llévenlo a la 213! —imperó una vez que se sometió al violento. Volvió la mirada hacia el jadeante Barret y agregó—: A ese métanlo en esa celda.

Llevándolo a rastras hasta la celda 204, de donde habían sacado a su agresor, y dentro de la cual yacía un recluso participe de la estela de gritos de emoción y estremecimiento, a Barret le retiraron las esposas para devolverlo a donde más prefería estar: en el frío del concreto del suelo.

—Ahí te lo encargo —comentó el oficial, antes de dar una carcajada. Luego cerró la celda y se retiró.

Y Barret fue capaz de sentir lo que sus víctimas cuando pasaba la estela de inexorable dolor y agonía: una calma solo superficial.

LA RUE BELLEVILLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora