Vecindario Roubaix, Belfort.
La idea de un siguiente ataque perpetrado en cuestión de días, sería derruida cuando solo un día después de la captura de aquel asesino, en una calle cerca de Allais, y de su muerte, se informaba de un crimen en el edificio Sully, en Roubaix.
Tres horas antes del mediodía, Edward y Bordet tomaron camino, a bordo del Peugeot, rumbo al perturbado lugar.
—Esto debe ser la cumbre —comentó Edward a su colega, mientras ambos ingresaban apresurados al edificio cuyos portones de alguna manera yacían trabados, permitiendo una corta abertura.
Un par de unidades de policía cercaban la zona.
En el interior, tres oficiales evitaban un posible ingreso indebido a la escena del crimen, en la primera habitación de la planta alta.
Al parecer, y de acuerdo al comportamiento compartido entre el grupo de ocho personas presentes y alarmadas, no había entre ellos algún familiar perteneciente a la perturbada familia en el dormitorio, en donde se aseguró que comenzó la desgracia hasta las inmediaciones de la cocina. El vigía se dio cuenta de una anomalía en ese paraje del edificio cuando pretendió asegurarse del correcto funcionamiento en el sistema eléctrico, por lo que tuvo que llamar a la puerta, la cual halló entreabierta y con la cerradura inservible. En cuanto decidió adentrarse, avizoró el cuerpo inerte y casi desmembrado del esposo sobre la mesa del comedor.
—Primero fue un golpe —testificó una mujer moradora de la habitación de junto a afectada—. Claro, fue en su dormitorio. Luego pude escuchar pasos apresurados que se dirigieron a la altura de la cocina, tal vez a la sala.
—Si descartamos a cualquier asesino —intervino un hombre de avanzada edad—, esos pasos pertenecerían solo al señor y la señora, pues sus dos hijas son bastante reservadas, se limitarían a hacer cualquier acción que demande mucho esfuerzo físico, es algo característico en las gemelas Rose.
—¿Gemelas Rose? —inquirió Edward, extrañado, cavilando vagamente acerca de la relación entre ese suceso y el último.
—Monsieur —murmuró Bordet a su colega, a pocos metros de la habitación en cuestión—, el vigía.
—¿En dónde estaba usted? —cuestionó Edward al vigía entre el grupo.
—Dormía —respondió con la misma seriedad con que recibió a los agentes hace unos minutos, pero era inadecuado asegurar que ese comportamiento radicaba en una posible complicidad con los responsables, ya que según algunos de los presentes, así era su naturaleza—. Ya vieron las condiciones del portón.
—Ha dicho que su dormitorio se encuentra cerca de ahí —comentó Bordet—. Para dejar el portón así, se requirió bastante fuerza, tanta como para alarmar a todo el edificio.
—Tengo el sueño pesado, señores.
—¿Qué están insinuando? —intervino un hombre.
—Lo creería de un día lluvioso —dijo Edward—, lamento que después de lo que ha pasado, de la misma fatalidad haya aprendido algo.
Sin perder más tiempo, los agentes entraron a la habitación. El hombre sobre la mesa, resaltaba entre un lugar detrás de una sala nada desordenada; sin embargo, aquel orden parecía estar forzado.
—Entendería que en estos días hayan aprendido modales y antes de retirarse limpiaran un poco —comentó Edward, encaminándose hacia la zona de la cocina.
Los cajones de la alacena permanecían abiertos, y unos cuantos cubiertos descansaban sobre el manchado suelo. La cercanía al fiambre permitía apreciarle las profundas incrustaciones de un par de cuchillos, principales culpables de la degolladura y las incontables heridas en ese cuerpo de, también, vestiduras desgarradas.
—Supongo que el dormitorio es uno solo — comentó Bordet, al tiempo que inspeccionaba la sala, y su atención era atraída por dos blanquecinas puertas más al fondo de la cocina—, a no ser que no haya baño aquí.
—La esposa y las gemelas nos tendrán que mostrar el definitivo camino hacia esos imbéciles —dijo, saliendo de la cocina, acompañando a su colega detenido frente a una de las puertas, la primera, en que se presentía pudieran hallarse las mujeres.
Bordet giró la perilla y abrió la puerta. Una reservada convicción de Edward fue motivo para sentirse mayormente alarmado, pues ese interior mostraba lo que menos imaginaba encontrar.
La señora y las gemelas parecían nadar en un enorme mar de sangre a un costado de la desordenada cama, sobre la que yacían amontonados unos cuantos muebles propios de ese interior. Sobre aquel mar carmesí, flotaban ufanos decenas de pétalos de rosa, mismos abundantes en cada rincón del cuarto al que la mirada expectada de los agentes llegaba.
Unos cuantos pétalos hundidos se perdían de la desgarradora grafía en la pared.
«Rose... Rose... Rose», yacía inscrito con la misma sangre fugada de los mutilados cuerpos.
—"Tan hermosas como una rosa" —leyó Edward cuando de súbito miró al techo, de pronto salió de ese dormitorio, reavivando su anterior cavilación—. Tan hermosas como una rosa, tan bella como una rosa, Belle, Rose... Llegaré a... Natalie.
—¿De qué habla, monsieur? —inquirió.
—Ahora es cuando veo una esperanza y un peligro en el pasado —respondió, acuciado, acercándose a la salida—. Monsieur, el camino siempre estuvo ahí, en Belleville. Sigue sonando estúpido pero prefiero acabar con esa maldita coartada.
A toda prisa, los agentes abandonaron el edificio para abordar el Peugeot, y unirse al gran encuentro.
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LA RUE BELLEVILLE
Bí ẩn / Giật gân⭐✒️Obra ganadora de los Wattys 2022 en la categoría de horror ✒️⭐ Inevitables asesinatos azotan la provincia de Roanne. Arrastran una insondable estela de explicaciones que solo se esconden en los recuerdos de la doctora Natalie Bellerose, recuerdos...