Capítulo 16

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Su llegada al vecindario Lannion le hizo caer en una terrible creencia.

En cuanto Barret giró hacia esa calle, pasó por alto el paso estrepitoso de un vehículo oscuro, el Citröen; pero no lo haría con su vaga y absurda intuición de que en el interior se encontraban quienes pudieran estar en la miserable labor de huir. Decidió, pues, ocupar lugar en un tramo de la acera, y quedarse ahí atento, a cumplir con su ineficiente encomienda.

El frío del ambiente lo mantendría despierto y ufano, en espera de algo que terriblemente ya había ocurrido.

Un grito aterrador alarmó a Barret horas después, al nublado amanecer, y le hizo levantarse, aún adormilado, para atender aquel preocupante sonido proveniente de más al fondo del lugar. Avanzó apresurado, al tiempo que sacaba el revólver que había conseguido.

—¡Llama a la policía! —escuchó Barret en el edificio frente al que pronto pasaría.

Elevar la mirada, de súbito, hasta el balcón del tercer piso, le hizo ver el cuerpo de un hombre adherido a la ensangrentada pared. La puerta debajo se cerró de golpe, fruto de la incursión desproporcionada de quien pudo atestiguar el fiambre.

—¿Cómo demonios pudo pasar esto? —inquirió Barret preocupado, y recordó entonces al Citröen—. Maldita sea, tengo que salir de aquí.

El pánico causado por la condición imborrable del agente, y repetible por varios oficiales, provocó que Barret huyera lo más pronto posible del desafortunado lugar. Ya estaría lo suficientemente lejos para cuando un par de unidades atendiera el llamado, y para cuando el Peugeot arribara.

Un aventurado matrimonio que había ingresado a la habitación tres, del tercer piso, declaró que llegaron de visita y encontraron la puerta forzada.

—De inmediato salimos de ahí —dijo la mujer al agente Dufort, después de haberle mencionado de su ingreso hasta la puerta del balcón.

Un pequeño grupo de curiosos yacía en las escaleras en espera de respuestas. El par de agentes, de gendarmes y los testigos, aguardaban frente a la dañada puerta.

—¿Quién es el hombre de la pared? —preguntó Bordet, al igual que muchos, indignado.

—Mi hermano —respondió el hombre melancólico—. Seguro que... dentro deben estar su esposa, su hija e hijo.

—¿Cómo es que no lo vieron desde la calle? —inquirió Edward.

—Es casi imposible hacerlo desde la acera. Nuestros pequeños hijos merecen especial atención.

—El motivo de su visita —dijo Edward, retirándose su sombrero.

—Mi esposo le ayudaría a su hermano a colocar las lámparas nuevas en el balcón —respondió la mujer, y sin esperar más, los inspectores ingresaron al lugar, con la convicción de que la treta causada por una nueva adquisición de lámparas había funcionado una vez más.

—Tendremos que evitar que aquí en Vittel, y en algún otro lugar, la gente no acceda a esa clase de ofertas —comentó Edward, una vez que se hallaron frente a un desorden.

—Apuesto a que no escucharon nada. No durante la tormenta —agregó Bordet, pasando entre un sotabanco dañado y un sillón impactado en un vidrio roto de la alacena. El florero perteneciente seguro a la mesa de centro, yacía roto cerca de un sofá, y sus flores y restos de tierra dispersos en ese paraje de la sala. Un pequeño televisor ocupaba lugar sobre un verduzco mueble.

Edward se percató de un conjunto de cables que sobresalían del techo, y de inmediato divisó la presencia de una lámpara cerca de una puerta entreabierta al fondo.

LA RUE BELLEVILLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora