Capítulo 42

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El descenso hacia la ciudad fue muchísimo más rápido, ya que no tuvieron que enfrentarse a una nevada. Camila incluso atisbo las magníficas vistas que había desde los oteros más altos, pero estaba demasiado enfadada como para disfrutarlas. El sol no brillaba sobre el camino porque las nubes ocultaban las cimas de las montañas, pero su luz sí bañaba los valles.

Lauren la dejó que hirviera de furia en silencio durante el resto del trayecto. Podría haber justificado su intención de retenerla en Lubinia en contra de su voluntad, incluso disculparse por lo que creía que era necesario. Pero no lo hizo. Y también guardó silencio.

En cuanto llegaron al almacén donde habían emprendido el viaje en trineo volvió a subirla a su caballo para emprender el corto trayecto de vuelta al palacio. Lauren esperó a tenerla entre sus brazos para preguntar a la ligera:

—¿Te has dado cuenta de que Helga no te ha llamado ni una sola vez por tu nombre? ¿Cómo se llamaba su hija?

No, Camila no se había dado cuenta de ese detalle. ¡Por Dios, ni siquiera sabía cómo se llamaba de verdad! La reacción de Helga ante la noticia de que seguía con vida la había desilusionado por completo. ¡Helga ni siquiera la había abrazado! ¡Qué menos haría una madre! Sin embargo, como seguía furiosa por el hecho de que Lauren quisiera usarla para tenderle una trampa a Poppie, se limitó a mascullar.

—Aún no estaba convencida.

Lauren resopló al escucharla.

—Sé que la suspicacia es algo innato en ti —insistió ella—, pero sabes muy bien que en esta ocasión es una tontería.

—¿Ah, sí? Se asustó en cuanto le dije que eras su hija. No era nerviosismo, Camila. Era terror en estado puro. Está ocultando algo. Y ha mentido. Era evidente.

—¿Qué iba a ocultar salvo el miedo a perder su lujosa residencia? Seguro que solo era eso. Y, por cierto, ni siquiera la has tranquilizado al respecto. Te has limitado a hacerle unas preguntas que seguro que ya le hizo el rey hace mucho tiempo y que contestó a su plena satisfacción. ¡La has obligado a revivir todo ese dolor! Yo solo quería saber qué la llevó a cambiar los bebés. Además, parecía tener miedo de Poppie cuando mencioné su nombre. Aunque es normal que le tenga pavor después de lo que hizo.

Creía haberle dado unos motivos excelentes que a Lauren no se le habían ocurrido, al menos lo

bastante buenos como para cortar de raíz las absurdas sospechas que albergaba, porque Lauren no habló más del tema. Sin embargo, cuando llegaron al patio, Lauren no la llevó

hasta sus dependencias. Se detuvo en mitad del patio, le dio las riendas a uno de los guardias y, después de dejarla en el suelo y cogerla de la mano, ¡la arrastró hacia el palacio!

De inmediato, Camila supo por qué.

—¡Ay, Dios mío! —le gritó—. Sé lo que vas a hacer. ¡Para! No quiero ser su hija, prefiero ser la de Helga.

—No puedes elegir.

—¡Ni se te ocurra decírselo! Vas a crearle falsas esperanzas. Seguro que hay una explicación plausible para que Helga se mostrara tan reticente y tuviera tanto miedo, una explicación que no está relacionada conmigo. Simplemente estaba demasiado nerviosa para confesarlo. Porque tú estabas presente, seguro.

—No voy a decirle nada... de momento.

—¿Y por qué me llevas al palacio?

—Para que lo conozcas. Quizá quiera disculparse en persona por haberte hecho pasar tanto tiempo separada de tu madre.

¡Lauren estaba mintiendo! ¡Sabía que estaba mintiendo! Camila forcejeó con ahínco para soltarse de su mano. Incluso intentó clavar los talones en la dura nieve, de modo que Lauren la soltó de golpe para que se cayera al suelo y después la levantó y la cogió en brazos.

Así fue como entró con ella en el palacio, y no la dejó en el suelo una vez que estuvieron dentro. La llevó por varios pasillos, atravesó la antesala de la plebe y siguió hasta la habitación contigua. No era la sala del trono como Camila había esperado, sino un amplio pasillo que conducía a varias estancias, con una ancha alfombra en el centro. Y al final de ese pasillo se alzaba una

puerta de doble hoja, que estaba segurísima de que conducía al rey. Dado que era primera hora de

la tarde, era evidente que Lauren esperaba que estuviera allí.

Lo intentó una vez más con una nota suplicante en la voz:

—Por favor, no lo hagas.

—Tengo que hacerlo —fue su respuesta.

No tuvo que llamar para entrar. De hecho, los guardias que custodiaban la puerta la abrieron en cuanto Lauren se acercó. Andaba con paso firme, y cada vez que Camila la miraba, veía su expresión seria y decidida. Aun así, Lauren no la dejó en el suelo una vez que traspuso la puerta.

Pero sí dio órdenes a diestro y siniestro para despejar la estancia. Camila los escuchó marcharse a

toda prisa. Nadie se quejó. Al fin y al cabo, Lauren era la jefa de seguridad del palacio, así que daba igual de qué se tratara, ella siempre tenía preferencia.

Camila no miró para ver quién se había quedado con ellas. Había escondido la cara en su pecho

en cuanto la puerta comenzó a abrirse. Sin embargo, en ese momento Lauren sí la dejó en el

suelo. Camila la fulminó con la mirada, y habría seguido haciéndolo de no ser porque ella la obligó a

darse la vuelta.

A Lauren no le hizo falta seguir sujetándola. Camila se quedó helada, con la vista clavada en el hombre que había visto en el retrato de la antesala donde esperaba la plebe, aunque algo mayor, pero como había observado con detenimiento el retrato, no le costó reconocerlo. El

hombre se puso en pie en el estrado donde se encontraban los dos tronos.

Llevaba un atuendo majestuoso, aunque algo informal, ya que no lucía la corona. En ese instante, miró a Lauren en busca de una explicación. Pero la capitana no pronunció palabra alguna. Y cuando los ojos del rey se detuvieron en Camila, se quedó petrificado.

—¡Dios mío! —exclamó Alejandro, estupefacto.

La miraba con tal asombro que no le hizo falta decir nada más. Camila también lo sintió, lo sintió en cuanto vio su cara, que delató que sabía exactamente quién era ella. Era una sensación indescriptible y tan emocionante que le provocó un nudo en la garganta. Siempre que imaginaba cómo sería ver a su padre, a su verdadero padre, pensaba que sentiría una mínima parte de lo que

estaba sintiendo en ese momento. No había imaginado encontrarse abrumada por la emoción.

«Papá.»

Solo formó la palabra con los labios, temerosa de pronunciarla. Si la burbuja de felicidad que sentía se rompía y se equivocaba debido a las emociones, basadas únicamente en la reacción que Alejandro había demostrado al verla, la decepción la mataría. Pero el rey caminaba hacia ella, de modo que dio unos pasos para acortar la distancia que los separaba. De repente, la rodeó con sus brazos, y la calidez y el amor se reflejaron en esa palabra que repitió.

—Papá.

Estaba llorando. No podía evitarlo. Y riendo. Tampoco podía evitarlo. Y Alejandro se negaba a soltarla a pesar de abrazarla con demasiada fuerza, pero eso también daba igual. Ni siquiera le importaba que fuera el rey. Nada podía empañar esa felicidad recién descubierta... ni siquiera la maldición que Lauren masculló a su espalda.

Las reglas de la pasión - CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora