𝗘𝗱𝘄𝗮𝗿𝗱

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Era fin de mes, la terminación de octubre y la noche era perfecta. Se dice, que las lunas del décimo mes del año son las más hermosas y mágicas, y ésta, claramente, era una de ellas; con su fulgor mercurial, centellante y místico más acentuado de lo usual, alumbraba todo Holmes Chapel, un pequeño pueblo de Inglaterra.

Un joven caminaba por las solitarias calles de ésta ciudad, hundido en su propia sombra, con la mirada colmada de odio y el alma llorando ante las cadenas corruptas que envenenaban su cuerpo.

"¿Qué ha sido de ti, dulce Edward, mensajero de Dios? —Cantaban los árboles danzando por la fresca brisa de medianoche —Cuando te marchaste de ésta reducida ciudad, que te vio nacer, albergabas un corazón incólume, y ahora, hasta la misma oscuridad te rehúye."

Ante sus ojos se alzó la exquisita arquitectura de la catedral barroca más bella de todo Holmes Chapel y el joven se embelesó contemplándola, recordando, al mismo tiempo, su amarga infancia.

No había vigilancia. En un pueblo como aquella, de tan pocos habitantes, la seguridad era escasa y los delincuentes corrían el riesgo de ser reconocidos por sus propios vecinos. Los corazones negros y desesperados que nacían ahí, emigraban a las grandes ciudades donde no podrían resarcirse y en su propia vileza encontrar decadencia.

…Él entró sin el mínimo esfuerzo a la iglesia episcopal forzando la cerradura de una de las entradas alternas. Escurridizo como una lagartija, mortal como una serpiente y silencioso al igual que un vampiro, irrumpió en casa de Dios.

La iglesia sólo se encontraba iluminada por velas que yacían en los altares dedicados a sin fin de santos, junto a la caja de limosnas, y cirios, postrados a los pies de Jesús en la crucifixión. El silencio tétrico era cortado por el susurro de una persona, orando entre angustiosos gemidos y fuertes ruidos que resonaban en todo el sagrado recinto a causa de los vehementes golpes que con los puños estampaba contra su pecho.

El hombre joven, que entre las sombras de un pilar se encontraba, sonrió hostil, recordando el rumor que vagaba entre los niños de la ciudad.

“Se dice qué, en la catedral, cada fin de mes, sin importar que día sea, un alma en pena llora y gimotea durante toda la madrugada tratando que Dios le perdone por sus horribles pecados.”

Él miró la delgada silueta enfundada en un vestido largo y oscuro, escondiendo su rostro tras un velo, de hinojos, con el mismo rosario desgastado de antaño colgando de su mano y el escapulario pendiendo de su cuello. Le contempló por unos minutos, aplacando la rabia que hervía en cada organelo de sus células.

Se adelantó hasta ella, haciendo resonar sus pisadas, y la mujer, le advirtió claramente. Con voz profunda y llena de amargura, él comenzó a hablar utilizando su antiguo idioma.

—Después de tantos años, tus costumbres no se han perdido, acudes puntual, aquí, a tu cita con Dios. Tu obstinación es admirable y tu estupidez, increíble —La mujer se puso de pie retrocediendo un par de pasos, temerosa.

— ¿Quién eres, qué es lo que quieres?, ¡no puedes estar aquí, vete! —Demandó diligente, pero sus palabras no intimidaron al joven. No. Ya no se trataba de un chiquillo de ocho años.

—No me puedes correr, la casa del señor es para todos y está abierta a todas horas, ¿tu locura también ha causado que olvides las reglas básicas de tu dogma? —Atacó mordaz ante la mirada miedosa que brillaba bajo la porosa tela.

—¡¿Quién eres?! —Insistió alterada.

El hombre sonrió tremulante, con el rictus de encarnada animadversión plasmado en su rostro y la mujer, inocente, se preguntó el por qué tanto odio resplandecía en sus ojos, justo como la mirada de un felino relampagueando en la oscuridad.

Invicto »n.sDonde viven las historias. Descúbrelo ahora