15. Efluvios de Alejandría.

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«Al buen amar, nunca le falta que dar»

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«Al buen amar, nunca le falta que dar».

Refrán popular.

Me siento tan ingrávida como si un fantasma me transportase en el aire a la altura por la que vuelan los aviones. ¿Acaso tanto vino dulce de Jonia he bebido que me he emborrachado? Engaña su sabor meloso, pues parece un refresco... Hasta que se te sube a la cabeza.

     La brisa me acaricia la piel con suavidad e intenta despertarme mediante el perfume de las algas, de los riscos y de la sal. Escucho, además del susurro del viento, de la vida marina y de las olas, el corazón de mi mafioso que palpita con fuerza. Y el frufú de las pequeñas partículas de arena que chocan las unas contra las otras, igual que si fuesen ásperas telas.

     Él me abraza delicado e intento levantar los párpados con un esfuerzo sobrehumano. No lo consigo. Pero el mareo no impide que lo imagine enmarcado por las estatuas de dioses griegos y de egipcios, cerca de las fuentes con peces carpa que Cleopatra ha hecho colocar hasta en el último rincón para alegrar la vista y con la finalidad de recordarnos que debemos disfrutar. Carpe diem!

     Percibo cómo mis pechos se aprietan contra mi delincuente. Y el gustito por la sensación que me produce provoca que se me estimulen los pezones. Le envío órdenes al cerebro —¡casi súplicas! — para que me permita mover la mano. Por fortuna lo consigo. Con el índice le delineo el rostro hasta que, ¡por fin!, logro que el dedo le aterrice sobre los labios. Los tiene gruesos y tiernos. Considero que debería mojárselos con la lengua porque están muy secos. El corazón se me desboca igual que a él. Y, todavía más, cuando me acaricia los senos —gigantescos, autónomos y muy sensibles— mientras le desbordan las manos.

—Te amo —le confieso lo que Willem ya sabe.

     Me gustaría que los cuerpos se rozaran sin la prisión de la ropa. ¿O quizá son las miles de vendas que me ha enviado Cleopatra antigua para convertirme en una momia las que me envuelven por entero? Suelto un quejido, anhelo quitármelas. Y a él le desgarraría trozo a trozo la túnica romana, hasta gozar con la firmeza del cuerpo desnudo. Si no fuese porque el alcohol me ha provocado este letargo, lo efectuaría sin ningún género de dudas.

     Con el mayor de los esfuerzos abro los ojos, y, noqueada, le comento en un murmullo:

—¡No está el Faro de Alejandría!

—No, mi amor. —La voz le suena comprensiva.

     Recién ahí lo entiendo todo. Y los recuerdos me traspasan como los rayos enviados por Thor desde el cielo. Durante unos segundos mi mafioso ha permitido que me fugue de la realidad y ha impedido que me agobie por los trillizos y por Nathan, perdidos en la inmensidad del mar.

—¡Te amo! —le repito y me le arrebujo entre los musculosos brazos, me siento demasiado débil, inútil e indefensa.

—¡Y yo te amo más! No te preocupes, te prometo que pronto los encontraremos a los cuatro. —Enfoco la vista en los brillantes ojos; lucen negros en lugar de azules como los míos porque solo nos iluminan la luna y las estrellas.

La médium del periódico #5. Las runas malditas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora