Cuando llegue a casa esta mañana nadie se dio cuenta, llegue minutos antes de que suene la alarma de mis padres.
Por extraño que suene, fue la primera vez en meses que pude dormir en paz.
No soñé nada. No sentí que me ahogaban o algo así. Simplemente... dormí.
Pero aún recuerdo lo que soñé antes de ir a casa de Andrés.
El cielo se tiñe de gris; las copas de los árboles se mueven debido al viento, al igual que mi pelo.
Cuando llego al aula 66 veo a Andrés sentado junto al que sería mi lugar, con su grupo de amigos al rededor.
Camino hasta el banco donde está, todos se callan y dejo mi mochila a su lado sin saludar a nadie.
—Necesito decirte algo. —hablo mirando al castaño. Él asiente y se para, siguiéndome fuera del salón.
Cierro la puerta, ya en el pasillo y Andrés se gira para encararme.
—¿Quién vivía en esa casa? —cuestionó con ansiedad, con nerviosismo; tanto que mi mano izquierda no para de temblar.
Andrés me mira con el ceño fruncido, como si estuviera pensando a más no poder.
—Hace unas cuantas generaciones que esa casa está en la familia. —cuenta. —Tendría que investigar. —avisa rascándose la nuca.
—Bueno. —asiento. —Te ayudó. —murmuro con determinación, sin esperar a que lo pida o preguntar.
Volvemos a entrar al salón y la clase de Historias empieza.
****
—Pero... no entiendo ¿Qué buscamos? —repite Bartolomé por quinta vez.
Estamos en la biblioteca del pueblo. Según los chicos allí están los resguardos de todo y todos.
—Necesito ayuda para una investigación. —repite Andrés apoyando una caja en la gran mesa de madera.
—¿Investigación sobre qué? —insiste María.
Rosario y María están con nosotros. Es extraño como Rosario no deja de tirarme miradas de recelo.
¿Cómo no hacerlo después de que descubrí lo de su hija...?
—Sobre la casa de los Echeverría, donde vivo. —respondo leyendo un diario viejo.
Una hora buscando en cajas y nada.
Quizá los chicos se equivocaron y en la biblioteca no hay información de una mierda.
Estoy sentada cuando el teléfono celular de Rosario empieza a sonar y en cuanto ve de quien se trata sale disparada hacia uno de los sectores de la gran biblioteca.
Pero el silencio que hay es demasiado denso, logro escuchar parte de la discusión. Porque eso es: una discusión y no pareciera que ella la va a ganar.
—...que no, papá. —murmura con cansancio. —nadie sabe nada. —asegura y escuchó sus pasos acercarse.
En cuanto me ve pone mueca de asco e intenta seguir su camino, pero la freno.
—Rosario. —llamo sin levantar la voz. Ella frena, dándome la espalda y de apoco se va girando.
—¿Sí? —habla mirándome con las cejas elevadas, haciendo que sus ojos se vean más grandes.
—Quería... quería pedirte perdón. —murmuro con más pena de la que debería. Al notar que no dice nada continúo. —No estuvo bien haber hablado de... de lo que sea qué pasó con tu... —dejo la frase en el aire y su expresión cambia a una de enojo total.
—No tenes idea de lo que paso... —se acerca a mí de forma amenazante. —¡te prohíbo que hables de eso! —grita lo último.
—Si algún día queres hablar... yo prometo escucharte. —aseguró separándome.
—¿Por qué le contaría mis problemas a alguien que no conozco? —cuestiona con desagrado al verme.
—Por eso mismo. Porque no te conozco. ¿Por qué debería juzgarte? —hablo con obviedad y empiezo a caminar lejos de ella, para acercarme a los chicos, aunque puedo sentir su mirada sobre mi espalda.
Al llegar juntos a los chicos y María, me vuelvo a sumergir en el silencio.
—¡Encontré algo! —interrumpe Bartolomé con alegría, mostrando un diario viejo.
—"La casa de los Echeverría" —lee Andrés, para después mirarme con extrañeza. —Hay una foto. —comenta y me la muestra.
La foto es en blanco y negro. En ella aparecen siete personas:
Los padres (creo yo) sentados en unas sillas, y sus cinco hijos al rededor.
Reconozco a las gemelas al instante. No pasarán los quince años y llevan un vestido blanco, pero no es el mismo que llevaban cuando las vi, no. Este parece más formal, como para salir.
—Mira Juana... nos han encontrado. —alzó la vista del diario y me encuentro con dos pares de ojos negros.
El mundo a mí alrededor frena, se congela, como nada ni nadie existiera cuando ellas están cerca.
—Solo falta que lo encuentren a él, y... y descansaremos. —habla la tal Juana.
—Mirad bajo el suelo, niña. —propone la otra.
Literalmente, estoy helada, con la boca entre abierta.
Ellas se dan media vuelta y salen de la biblioteca, como si nada.
—¡Amparo! —gritan a mi lado y siento como alguien me mueve con brusquedad.
Vuelvo al mundo y me quedo mirando a los cinco chicos frente a mí.
—¿Qué te pasó? —cuestiona María mirándome con el ceño fruncido.
Trago con dificultad y miro a Andrés; su pecho sube y baja con violencia, agitado, como si hubiese hecho un esfuerzo muy grande.
—Casi te desmayas. —murmura Judas, con preocupación.
—Y-yo... —no sé qué decir.
¿Esto me pasa siempre que los veo? ¿Mi cuerpo reacciona a ellos?
—Toma agua. —exige Rosario entregándome una botella.
—Perdón... —murmuro. Me vuelvo a dar vuelta, quedando frente a la mesa de madera y miro otra vez esa fotografía vieja.
La pareja, las mellizas, un hombre con una sonrisa... el abuelo.
—¿Quién es? —le pregunto a Andrés señalando al joven de traje de la fotografía.
—Mi bis abuelo, Juan. El padre de mi abuelo, Esteban. —murmura con la punta de su nariz roja, como alguien que está a punto de llorar.
Sigo mirando a los integrantes de la familia y veo un par de ojos sin cordura, esa sonrisa siniestra y macabra que me persigue por las noches.
Es él.
Él es quien me persigue y amenaza.
Esteban me pidió ayuda, ¿por qué? ¿Para qué? él es su tío ¿Qué le habrá hecho? ¿Qué habrá pasado?
Y junto a él hay un hombre, no mucho más grande, pero sí más serio, como si tuviera una responsabilidad muy grande.
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(A) normales
ParanormalAmparo Gonzales no medirá más de un metro sesenta, ni correrá más rápido que Flash, ni será tan valiente como la Mujer Maravilla pero a veces uno se hace fuerte por los demonios que esconde. Los secretos oscurecen el alma, cualquier secreto, pero s...