•Ønce•

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Jimin avanzaba entre los escombros observando a lo lejos en cómo la vegetación tupida y espesa del bosque, se apoderaba de lo que antes había sido una gran ciudad.

El Omega tenía tanto miedo, que ni siquiera quería voltear para asegurarse de que nadie lo estuviera siguiendo, pues si veía a un Sanguinem tras él, sus piernas le iban a temblar tanto que a duras penas podría seguir.

Jimin corría velozmente procurando esquivar aquellas marcas rojas en el suelo, las cuales se iban haciendo menos constantes ante cada paso que daba. Finalmente, estas desaparecieron por completo, indicando así, que ya no había minas activas en la zona.

El joven Omega daba tropezones y pasos torpes, corría como nunca antes lo había hecho. Su pecho se inflaba embravecido y su respiración se tornaba cada vez más pesada. Tan solo el hecho de estar corriendo, era algo nuevo para él, y no podía evitar sorprenderse ante las reacciones de su cuerpo.

Había tantas cosas que no había hecho jamás, pero, ¿cómo podía quejarse sabiendo todo por lo que su madre había pasado?

Ella había tenido una vida normal, tranquila y muy feliz. En varias ocasiones le había contado respecto a su infancia en algún sector que jamás nombraba. ¿Qué la habría llevado a dejar todo cuanto poseía para terminar viviendo entre ruinas? ¿Y si había sido a causa de él? Tal vez había sido toda su culpa desde un principio, porque desde que supo que era el último Omega, intuyó que algo no estaba bien, una inquietud había nacido en su corazón, se sentía perturbado, pues a pesar de no conocer a nadie más que su madre, él deseaba ser igual que todos, él soñaba con salir y ser aceptado.

Jimin detuvo sus pasos y se inclinó levemente hacia adelante apoyando los brazos sobre sus rodillas, pues necesitaba recuperar el aire. Fue entonces cuando levantó la vista y se topó con la imagen más bella que había visto jamás.

Un manto color verde matizado de flores silvestres cubría el suelo, era tan corto como una alfombra. No había piedras, ni escombros, ni artefactos viejos ni oxidados, era un césped sobre tierra esponjosa, no moho verdoso sobre rocas.

En seguida recordó las palabras de su madre: “El mundo de afuera es cruel y despiadado, y nada bueno te está esperando allí” pero lo que veía era tan hermoso, ¿cómo podían los Alfas ser tan crueles en un mundo tan bello? Aquel claro contraste lo llenaba de impotencia.

Comenzó a acercarse hasta el césped que tenía en frente y cuando estuvo a punto de pisarlo, hizo un paso hacia atrás.

El césped brotaba a raudales frente a él, quería quitarse los zapatos y pisarlo descalzo, ¿cómo se sentiría este sobre la planta de sus pies? También quería agacharse y tocarlo, pero no olvidaba que aún estaba en peligro.

Era tan triste, ¡cuánto había soñado con poder salir! Poder correr sobre el césped, sentirlo, rodar sobre él y deleitarse de su aroma dulce y agudo, pero ahora, no podía disfrutar de su libertad, porque no era libre, no si aún existía la posibilidad de que lo atrapasen, y aún si no estuviese huyendo, de todas formas nada era lo mismo sin su madre.

Una pequeña llovizna, lenta y constante, se desató amenazando con durar. Jimin pisó finalmente el césped e intentó abrir su paraguas, lo cual no era tarea fácil, pues nunca se había visto con la necesidad de abrir uno. Comenzó a correr procurando alejarse más del camino pavimentado mientras sostenía el paraguas abierto a medias sobre su cabeza.

Mientras fue avanzando, comenzó a notar que aquellos pequeños árboles que veía a lo lejos, se iban convirtiendo en imponentes gigantes. Otra vez no pudo evitar maravillarse a causa de ello.

Cuan grandes eran, sus libros no le rendía justicia a los árboles, pues él nunca había visto uno que no superara el tamaño de la palma de su pequeña mano. Así es, los árboles reales eran mil veces más grandes y hermosos que los árboles impresos en papel.

El último Omega || YoonminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora