No hay elección correcta

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Ella acarició el largo cabello turquesa del hombre que permanecía a su lado, con la cabeza baja y el rostro bañado en lágrimas. Sabía que no había sido su culpa, pero ese conocimiento no podría cambiar lo que pasó.

—La maté con mis propias manos, Clitus —susurró el joven rey de la Atlántida, sin poder siquiera mirar a los ojos a la mujer que lo veía con pena—. Maté a la mujer que amaba.

—No fue culpa tuya, Dartz —replicó con suavidad la joven de cabellos dorados y ojos ambarinos—. Iona se transformó en un monstruo horrible y no hubo forma de razonar con ella. Hiciste todo lo que pudiste, incluso tomar una decisión tan difícil como esa —Se llevó una mano al pecho y con la otra lo atrajo hacia ella para estrecharlo en un suave abrazo—. No mereces lo que te sucedió, eres un buen rey.

La sombra de una sonrisa se dibujó en los labios de Dartz.

—¿En serio lo crees?

—Por supuesto. Estoy convencida de ello.

—Entonces, ¿por qué mi pueblo se está hundiendo en el caos y la maldad?

—Hay cosas que escapan a tu control, Dartz.

En ese momento, la puerta de la estancia en la que se encontraban se abrió lentamente, dando paso a un anciano de aspecto noble y larga barba gris.

—Clitus, he venido a pedirte que te quedes a cenar con nosotros esta noche —anunció el hombre mayor, dejando escapar un carraspeo de incomodidad al ver la complicidad que tan rápidamente parecía haberse instalado entre esos dos.

—Será un honor, señor Corazón de Acero —aceptó Clitus con una amable sonrisa.

Corazón de Acero esbozó un gesto de complacencia al ver el cambio operado en su hijo Dartz. Supo que había hecho lo correcto al solicitar la ayuda de la hechicera Clitus, reconocida tanto por sus grandes poderes mágicos como por su bondad y generosidad para tenderles una mano amiga a los necesitados. Los ojos dorados de Dartz habían recobrada su brillo de vitalidad, cuando hacía tan solo unas horas atrás poseían una mirada carente de vida en un espíritu apagado y un cuerpo que se negaba a tomar alimentos o disfrutar de la luz del sol. El joven rey de la Atlántida se había negado a recibir a cualquier criatura viva en sus aposentos, donde permaneció encerrado durante semanas; empero, Clitus se las había amañado para colarse allí y hacer que la escuchara. Sus cálidas y reconfortantes palabras obraron su efecto en él y lograron que expresara todo el dolor y amargura que albergaba su corazón, liberándolo del impacto tóxico que tenían tales sentimientos. Ahora se sentía mucho mejor, gracias a ella.

—Lo siento, pero no los acompañaré a comer —expresó Dartz, aún sintiendo la angustia como un nudo en el estómago.

—Pero, hijo... —trató de protestar Corazón de Acero, mas una mano se alzó frente a él para objetar.

—Está bien, Dartz —Clitus le obsequió una dulce sonrisa—. Nadie dijo que sería fácil, ni tampoco que tenía que ser de golpe. Tómate tu tiempo. Pero prométeme que, cuando tu apetito regrese, cenaremos juntos la próxima vez.

Dartz asintió y le devolvió la sonrisa. Ella lo hacía sentir bien.

—¿Volverás a visitarme alguna vez?

—No me separaré de ti hasta que te sientas mejor.

Clitus cumplió su promesa. Había estado visitando a Dartz todos los días, y a él le complacía cada vez más su presencia. Era capaz de escucharla hablar durante horas sin aburrirse. Lo que dijera, en realidad, era irrelevante para él; lo único que le importaba era deleitarse con la dulzura de su voz. Solía mirarla a los ojos, hasta estar tan perdido en aquel océano de ámbar, que ella misma tenía que llamar su atención para devolverlo al mundo real. Se había convertido en algo habitual el que ambos dieran largos paseos por la ciudad con el objeto de que Dartz se distrajese. Al rey atlante le había sorprendido ver cuánto querían a Clitus las personas de su ciudad. No existía un recorrido en el que ella no fuese detenida por más de una persona que le ofrecía un pequeño obsequio, un almuerzo, una flor o simplemente sus respetos. Por demás, el joven rey también estaba fascinado con su belleza. La había visto antes un par de veces, pero nunca había tratado en persona con ella hasta la muerte de su esposa. Creyó que era una ironía del destino, y a la vez alguna especie de consuelo esperanzador, el haberla conocido justo en esos momentos de amargura y desdicha. Sus cabellos dorados se volvieron los rayos de sol que iluminaban su vida y esos ojos ambarinos lo embrujaron por completo. Con el paso del tiempo, ese dulce sentimiento que anidaba en su pecho solo se intensificó.

«Bella, generosa, sabia y valiente. Cualidades dignas de una reina».

Solo esperaba que Clitus sintiera lo mismo que él.

Por su parte, la joven hechicera estaba rebosante de dicha. ¿La razón? ¡Al fin Timaeus se había atrevido a pedirle matrimonio! Luego de conocerse por primera vez en el pueblo, Clitus y el poderoso caballero de la armada atlante supieron que estaban destinados a ser almas gemelas. Sin embargo, Timaeus no osaba acercarse a ella con intenciones amorosas, sabiendo que las cualidades de la hechicera atraían a toda clase de pretendientes de mucho mayor estatus social que el de él. Este obstáculo imaginario fue eliminado cuando Clitus dejó muy en claro que nada podía interesarle menos que las cosas materiales ofrecidas por sus pretendientes.

Pero... Clitus se hallaba frente a un dilema. Estaba completamente segura de que amaba a Timaeus con todas sus fuerzas; mas sentía algo extraño cuando estaba junto a Dartz. Su corazón se agitaba de un modo que no podía explicar cada vez que se veía reflejada en los ojos dorados de su rey. No obstante, tomó la decisión de enterrar esos sentimientos en lo más profundo de su alma y simplemente ignorarlos para siempre.

«¿Estaré haciendo lo correcto?»

Pronto lo averiguaría.

Esa mañana, Dartz había tomado una decisión. Le diría a Clitus todo lo que sentía por ella. Ya no le quedaban más dudas: la amaba. La convertiría en la reina ideal para la Atlántida. La esperó en la antesala del trono, como era su costumbre. La vio llegar con el rostro radiante de dicha y pensó que había escogido el momento perfecto para hacer su confesión.

—¡Buenos días, Dartz! —exclamó alborozada la hechicera—. ¡Tengo una espléndida noticia que darte!

—Buenos días, mi hermosa Clitus —dijo Dartz, tratando de controlar la emoción que lo embargaba—. Yo también tengo algo muy importante que decirte. Pero, por favor, empieza tú.

—¡Me caso, Dartz! ¡Me casaré con Timaeus dentro de una semana! ¡Y estás más que invitado a mi boda!

Por un momento, Dartz experimentó una sensación de irrealidad, como si lo dicho no tuviese que ver con él. Pero, luego de asimilar el significado de esas palabras, sintió como si el Ártico entero le hubiera caído encima. La noche pareció tender sus negras alas a su alrededor. Un dolor agudo se adueñó de su pecho junto a la espina cruel del desengaño.

Al ver la expresión estupefacta del rey atlante, a Clitus le dolió el corazón. Quiso que la tierra se la tragase, pues supo que había tomado la decisión equivocada.

—¿Por qué tenemos que pelear, Dartz? —cuestionó la hechicera con lágrimas en sus ojos, tratando de evitar que el enloquecido rey destruyera lo que quedaba de su reino—. Debe haber otra salida.

—¿Otra salida, dices? —replicó con ironía el rey atlante, cuyo ojo izquierdo era ahora de color turquesa—. Lo propone la misma mujer que creó falsas ilusiones en mí para luego romperme el corazón, sin importarle mis sentimientos. El Oricalcos me ha mostrado la verdad: no existe bondad en la humanidad. ¡Ahora sé que solo eres una egoísta y manipuladora, no la mujer pura que yo idealicé! ¡Todos deben ser destruidos por su maldad!

—¡Reacciona, por favor! ¡Esa maldita piedra te está controlando!

—Es inútil, mi amor —intervino Timaeus a su lado—. El Oricalcos le ha lavado el cerebro y ya no atiende a razones.

Clitus miró con angustia a su amado, luego a Dartz. Una certeza se dibujó en su mente: nunca existió una elección correcta en aquella macabra broma del destino.

Entre corazones, juegos y amores [One-shots - Yu-Gi-Oh! Duel Monsters]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora