Un hogar en el corazón

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El recién coronado Faraón, el joven Atem, caminaba en dirección a su habitación en el palacio. Nadie lo escoltaba en tal recorrido, pues había suficientes soldados por la parte externa del corredor a ambos lados como para que nadie osara cometer la locura de intentar atacar al rey; además, se consideraría una falta de respeto invadir los aposentos privados del monarca de esa manera. Por todo esto, era imposible suponer que una figura encapuchada aguardaba por el joven tras una de las columnas que adornaban el pasillo. Cuando los pasos de él resonaron frente al escondite de la persona oculta, esta abandonó su ocultamiento a gran velocidad con siniestras intenciones. El filo de un objeto punzante brillaba en su mano alzada, lista para descargar un golpe. Gracias a su buena percepción sensorial –y también a la intervención de su Artículo del Milenio–, Atem logró reaccionar justo a tiempo. Tomó la mano que sujetaba el filoso objeto –que resultó ser una daga labrada– y giró el cuerpo de su atacante valiéndose de ese agarre, haciéndole caer en el suelo. Esto le dio la oportunidad de intentar verle el rostro; mas estaba completamente cubierto con un velo que apenas dejaba una abertura para los ojos, un par de hermosos zafiros brillantes. Sin embargo, no contaba con la rápida respuesta del asaltante, quien lo pateó en el estómago obligándolo a perder su balance, lo cual fue aprovechado por el atacante para lanzar a Atem al suelo de un empujón y posicionarse sobre él, alzando la daga por sobre su cabeza para descargar el golpe con fuerza y rapidez. No obstante, se percibió una vacilación en los movimientos del asaltante; sus ojos azules, abiertos de par en par, se sumergieron por completo en los de color púrpura de él, que tampoco se distanciaron de los de la misteriosa persona. Esos segundos, que se les antojaron a ambos una eternidad, fueron tiempo suficiente como para que un ruido de pasos anunciaran la presencia de algunas personas en aquella zona. La figura misteriosa fue lanzada con gran impulso hacia la pared contraria por una fuerza superior, forzándole a soltar la daga y dejándole con un grado de aturdimiento.

—¿Se encuentra bien, Faraón? —cuestionó con preocupación Mahad, ayudándole a levantarse.

—Sí, estoy bien —replicó el rey, presa de la intriga por la identidad de su atacante.

—Perdone la demora, pero mi Collar del Milenio me acaba de dar el aviso acerca de que se encontraba en peligro —explicó Isis.

—Ahora veamos quién es la vulgar criatura que intentó cometer tal crimen contra nuestro rey —sentenció Seth, arrebatándole el velo que cubría el rostro de la persona misteriosa.

Atem no pudo disimular el asombro que asomó a su rostro cuando la bellísima faz de una mujer de largo cabello rojizo ondulado, piel morena y labios carnosos se reveló ante él; aunque lo verdaderamente atrayente en ella resultaban sus exóticos ojos de color azul brillante, rodeados por largas y gruesas pestañas negras. 

—¡Es una mujer! —se sorprendió Shadi.

—Lleven a esa criminal a la sala del trono, para que sea juzgada como es debido —ordenó Aknadin.

Unos soldados tomaron a la chica con rudeza por ambos brazos y la llevaron casi a rastras hacia el salón del trono. Una vez allí, la arrojaron a los pies del Faraón, quien ya se había sentado en su trono dorado.

—¿Por qué has atentado contra la vida del Faraón? —cuestionó Aknadin en un tono exigente.

La joven levantó la cabeza y clavó su mirada en el rey, sin ocultar el desprecio que proyectaba hacia él. Sus cejas formaban una línea gruesa sobre sus ojos centelleantes.

—Cuando conquistó mi ciudad natal, el anterior Faraón nos arrebató a mí y a mis hermanos de nuestro hogar para traernos a Egipto como rehenes —masculló la muchacha, apretando los dientes con las manos apoyada en el suelo—. Ellos ya han retornado a nuestras tierras... —Cerró los ojos con fuerza y unas lágrimas se acumularon en ellos—... ¡Pero a las mujeres no nos es permitido volver! ¡Nunca más volveremos a ver el lugar en el que nacimos, por culpa de ese tirano cruel! ¡Y tú eres igual a él, Faraón!

—¡Cierra esa boca insolente! —rugió Aknadin, plantándole una bofetada que le hizo girar el rostro—. Si quieres culpar a alguien por tus desgracias, culpa a tu padre. Fue él quien desafió al Faraón por su ambición y perdió, así que deja de tergiversar los hechos.

—¡Mientes, vil rastrero! ¡Mi padre se alzó en contra de la tiranía de tu Faraón!

—¡Cállate, escoria! —El viejo sacerdote, enfurecido, alzó una mano con intención de asestarle otra bofetada.

—Ya basta, no es necesario maltratarla —interrumpió Atem, poniéndose de pie—. ¿Es cierto todo lo que ha dicho acerca de su cautiverio en Egipto?

—Así lo dicta la ley, Faraón —corroboró Shimon, de pie junto al trono.

—Comprendo. Seth, lleva a esta joven y a sus hermanas de vuelta a su tierra.

—Pero, Faraón... —intentó objetar Aknadin, al tiempo que todos demostraban diferentes grados de sorpresa ante tan inesperada decisión.

Incluso la joven no pudo evitar que su mandíbula cayese hasta el suelo y sus ojos se extendieran en toda su dimensión. Sabía de sobra que sus acciones ameritaban el castigo de una ejecución; pero aquel rey no solo no la castigaba, sino que incluso la devolvía a su tierra. Volvió a mirarlo y se dijo que un ángel tan hermoso como él no podía ser capaz de cometer ningún acto de injusticia. Un gran rubor se apropió de sus mejillas al ser nuevamente cautivada por esos ojos púrpura. Había sido el brillo de esos orbes lo que le había impedido antes hundir la daga en el cuerpo del monarca. Ahora agradecía haberse dejado distraer por semejante belleza.

—¿Cómo te llamas? —inquirió Atem, inclinándose junto a ella con una sonrisa gentil.

—Ah... Nemty —Ella no pudo reprimir un gesto de nerviosismo, no se había percatado de en qué momento había llegado hasta ella.

—Muy bien, Nemty. Ahora podrás volver a tu hogar.

—Gra... Gracias.

—¡Muestra más gratitud ante la infinita benevolencia del Faraón! —exigió Aknadin.

—Eso no es necesario —repuso Atem, enderezándose mientras alzaba una mano.

Y ese mismo día, Nemty y sus hermanas regresaron a la tierra que las había visto nacer.











Atem se había estado sintiendo melancólico durante los últimos días. El recuerdo de Nemty y sus bellos ojos palpitaba sin tregua en todo su ser. Mientras recorría el jardín del palacio con una mirada nostálgica, se preguntó si volvería a verla algún día; guardaba la esperanza de que así fuera.

Un ruido a sus espaldas lo alertó. La sonrisa acudió a sus labios sin reservas. La conocida presencia inundó su espíritu. Sabía de quién se trataba.

—No intentarás matarme de nuevo, ¿verdad? —dijo sin voltearse.

—No, claro que no, Faraón —replicó Nemty, acercándose a él lo suficiente como para hacerlo voltear; le fascinó verla sonrojada bajo su intensa mirada.

—Puedes llamarme Atem, Nemty —Ella parpadeó de modo confuso, era muy raro que el rey de Egipto permitiese que alguien lo llamase por su verdadero nombre, y aún más que lo revelara—. ¿Por qué regresaste? Creí que estarías feliz de volver a tu tierra.

—Sí, me alegré mucho de regresar a mi hogar, pero... —Extendió la mano en dirección a él con las mejillas ruborizadas—... No me di cuenta de que mi corazón se había quedado aquí. Contigo.

Él tomó su sedosa mano y depositó un gentil beso en el dorso. Sus miradas se fundieron en una sola apenas volvieron a encontrarse.

—Mi corazón siempre será tu hogar.

Entre corazones, juegos y amores [One-shots - Yu-Gi-Oh! Duel Monsters]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora