cinco;

367 40 49
                                    

Sorprendido por su brusquedad, Richard obedeció automáticamente, tomándole la mano que le tendía. Sintió un cosquilleo en los dedos al notar el cálido roce de su piel y se olvidó momentáneamente de respirar. Tirando de él para ponerlo en pie, Harrison lo tomó del brazo y lo condujo hasta la puerta. Lo había tocado con demasiada familiaridad; ni siquiera los hermanos de Maureen se atreverían tocarle la mano desnuda. Pero aparentemente el señor Harrison no sabía hacerlo mejor.

Mientras paseaban, Harrison tuvo que acomodar sus largas zancadas a los pasitos de él, y Richard sospechó que rara vez caminaba a aquel ritmo tan lento. Él no era de los que andaban sin propósito.

La biblioteca daba a una inmensa pinacoteca privada, flanqueada por altas ventanas por las que se veían unos jardines exteriores ornamentales. El recinto albergaba una colección de clásicos impresionante. Había obras de Tiziano, Rembrandt, Vermeer y Botticelli, todas de un colorido y un romanticismo asombrosos.

—De fábula, ¿no hay nada de Leonardo da Vinci? —preguntó Richard como si tal cosa, sabiendo que la colección privada de Harrison era sin lugar a dudas la más impresionante de toda Inglaterra.

Harrison miró las hileras de cuadros y frunció el entrecejo, como si la falta de un Da Vinci fuera una omisión imperdonable.

—¿Debería comprar uno?

—No, no. Sólo estaba bromeando —se apresuró a aclarar Richard—. Sin duda, señor Harrison, su colección es magnífica, y más que completa. Además, sería imposible adquirir un Da Vinci.

Con un carraspeo ambiguo, Harrison miró un hueco en la pared, planteándose a todas luces cuánto constaría colocar un Da Vinci allí.

Richard le soltó el brazo y se puso frente a él.

—Señor Harrison, ¿no va a decirme por qué me ha invitado?

Harrison se acercó a un busto de mármol colocado en un pedestal y le quitó el polvo con el dedo pulgar. Miró a Richard de soslayo, estudiándolo mientras permanecía en el rectángulo de luz que proyectaba la ventana.

—Me lo describieron como al hombre perfecto —dijo—. Ahora, habiéndolo conocido, comparto por completo esa opinión.

Richard abrió los ojos de par en par y pensó, en un arrebato de culpabilidad y nerviosismo, que George jamás habría hecho aquella afirmación si hubiese sabido que era el hombre que con tanta lascivia había respondido a sus besos hacía unas noches.

—Tiene una reputación impecable —continuó—. Lo reciben en todas partes y posee unos conocimientos y una influencia que yo necesito. Por ese motivo, querría contratarlo como una especie de... guía social.

Asombrado, Richard fue incapaz de mirarlo. Tardó medio minuto en poder articular palabra.

—Señor, no busco empleo de ninguna clase.

—Lo sé.

—Entonces, comprenderá por qué debo rechazar...

George lo hizo callar con un sutil ademán.

—Escúcheme primero.

Richard asintió por cortesía, aunque era totalmente imposible que aceptara su oferta. Había ocasiones en que las viudas se veían obligadas a buscar empleo por necesidad económica, pero él no se encontraba ni por asomo en aquella situación. La familia de Maureen no querría ni oír hablar de ello, ni tampoco la suya. No era lo mismo que pasar a formar parte de la clase trabajadora, pero sin duda afectaría a su posición social. Y estar contratado por un hombre como George Harrison, por muy rico que fuera... el hecho era que habría personas y lugares que quizá dejarían de recibirlo.

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora