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La piel de Richard había adquirido un tono ciruela y su respiración era alarmantemente rápida y superficial. Tenía muchísima fiebre y los ojos entreabiertos y la mirada fija.Se le veía tan pequeño en aquella cama inmensa que parecía un niño. «Se estaba muriendo», pensó George con los sentidos embotados, y le pareció imposible pensar en el después. Para él ya no habría esperanza, expectativas, placer o felicidad futuros, como si su propia vida fuera a terminar cuando lo hiciera la de él. Aguardaba en silencio en un rincón de la habitación mientras el doctor Linley examinaba a Richard. Louise madre y Linda también habían entrado, y las dos pugnaban por ocultar su dolor.

El médico se acercó a George y le habló en voz muy baja.

—Señor Harrison, conozco varias técnicas que en su mayoría terminarían enseguida con la vida de su esposo en lugar de salvarlo. Lo único que puedo hacer es darle algo que le facilite el tránsito.

George no necesitaba una explicación. Sabía exactamente lo que Linley le estaba ofreciendo: drogar a Richard para que pasara durmiendo y sin sentir dolor la última fase del tifus. Empezó a respirar de una forma casi tan rápida y superficial como la de Richard. Luego oyó que el sonido cambiaba y miró la cama. Richard había empezado a respirar con dificultad y a suspirar espasmódicamente.

—Son los estertores —oyó lamentarse a Linda.

George creyó que iba a volverse loco e intentó disimular ante la mirada impasible de Linley.

—Fuera de aquí —dijo con voz ronca, a punto de enseñar los dientes y gruñir como un animal furioso—. Déjenme solo con él. Váyanse. ¡Ahora mismo!

George casi se sorprendió de que lo obedecieran sin protestar y vio a su madre secarse las lágrimas con un pañuelo cuando cerró la puerta. Él echó la llave, encerrándose en la habitación con su esposo, y fue hasta la cama. Sin vacilar, se sentó en el colchón y abrazó a Richard, sin hacer caso de su débil gemido de protesta.

—Te seguiré a la otra vida si tengo que hacerlo —le susurró roncamente al oído—. Jamás te librarás de mí. Te perseguiré en el cielo y en el infierno, y más allá todavía. — George continuó susurrando sin cesar, amenazando, intimidando, maldiciendo, mientras lo tenía apretado contra su cuerpo, como si pudiera evitar físicamente que la vida la abandonara—. Quédate conmigo, Rings —musitó con furia, acariciándole con la boca el rostro y el cuello empapado de sudor—. No me hagas esto. Quédate, maldita sea. —Y, finalmente, cuando la garganta le dolió tanto que ya no pudo hablar, se tumbó junto a él, hundiendo la cabeza en su pecho.







[•••]







Era Maureen sin duda, pero se le veía algo distinto de cómo había sido en vida.
Parecía jovencísima, tenía la piel y el cabello radiantes, y emanaba fuerza y salud.

—Richard, amor mío —dijo con una sonrisa tranquila, divertida aparentemente por lo sorprendido que estaba él—. ¿No sabías que vendría a buscarte?

A pesar de lo mucho que le complacía verla, Richard se contuvo y la miró fijamente, temiendo tocarla por alguna razón.

—¿Maureen, cómo es posible que estemos juntos? Yo... —Consideró la situación y su felicidad menguó al darse cuenta de que podía haber perdido la vida que había conocido hasta entonces—. Oh —dijo. Los ojos empezaron a escocerle. No le salieron lágrimas, pero estaba desconsolado.

Maureen ladeó la cabeza y lo miró con afectuosa compasión.

—No estás preparado para esto, ¿verdad?

—No —dijo él cada vez más desesperado—. Maureen, ¿no tengo elección? Quiero regresar ahora mismo.

—¿A la prisión de tu cuerpo y al sufrimiento y al dolor? ¿Por qué no vienes conmigo? Hay lugares incluso más bellos que éste. —Le tendió invitadoramente la mano—Permíteme enseñártelos.

Richard sacudió violentamente la cabeza.

—Oh, Maureen, podrías ofrecerme un millar de paraísos, pero yo no podría... Hay alguien, un hombre, que me necesita, y yo a él...

—Sí, lo sé.

—¿Lo sabes? —Richard se asombró de no ver ninguna acusación ni recriminación en su rostro—Maureen, ¡debo regresar con él y con Lee! Por favor, no me culpes, debes entender que no te he olvidado, ni he dejado de quererte, pero, ¡lo amo!

—Sí, lo comprendo. —Maureen sonrió y, para alivio de Richard, dejó de tenderle la mano—Jamás te culparía por ello, Richard.

Aunque el ojiazul no había retrocedido ningún paso, le pareció que su inquietud lo había alejado varios metros de Mo.

—Has encontrado a tu compañero del alma—dijo ella.

—Sí, yo... —Richard supo que Maureen estaba en lo cierto y sintió alivio al ver que parecía comprenderlo—. Sí, así es.

—¡Eso es bueno! —musitó ella—. Es bueno que te des cuenta de lo afortunado que eres. Yo sólo sentí una cosa al venir aquí. Hice muy poco por los demás en mi vida. Casi todo lo que nos interesaba era inmaterial. Sólo existe el amor, Richard... vívelo mientras puedas.

Richard se sintió embargado por la emoción al verla partir.

—Maureen —gritó con un temblor en la voz, deseando poder preguntarle muchísimas cosas.

Ella se detuvo y lo miró amorosamente.

—Dile a Lee que velo por ella.

Y entonces desapareció.

Richard cerró los ojos y notó que se hundía, que el calor y la oscuridad lo engullían, y oyó el eco de palabras feroces y contundentes que lo aprisionaron como cadenas. Tanta vehemencia lo asustó hasta que comprendió la causa. Se movió y le pareció que sus brazos eran pesadísimos, como si llevaran una funda de hierro. Tras la sensación maravillosa y etérea de su visión celestial, era difícil acostumbrarse de nuevo al dolor y a la enfermedad. Pero Richard se prestaba gustoso, sabiendo que había conseguido más tiempo con la persona que más amaba, en este mundo o en el otro.

Alargó la mano, le tapó la boca a su esposo para acallar sus palabras y notó el temblor de sus labios.

—Calla —le susurró, contento de que él hubiera interrumpido su violenta letanía. Le costaba muchísimo hablar, pero se concentró furiosamente en hacerse entender—. Calla... Ya ha pasado todo.

Richard abrió los ojos y miró el rostro pálido y desencajado de George. Sus ojos negros lo miraban con perplejidad y asombro, y tenía las pestañas salpicadas de lágrimas.

Richard le acarició lentamente la cara, la mejilla, viendo cómo su rostro recobraba poco a poco la cordura y la conciencia.

—Ringo —dijo George. La voz, le temblaba y era de una humildad suprema—¿Vas... vas a quedarte conmigo?

—Por supuesto. —Suspiró y sonrió, manteniendo la mano en la mejilla de él, aunque el esfuerzo le exigía todas sus fuerzas—. No me voy a ninguna parte, Geo.

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora