diecisiete;

285 36 35
                                    

Richard necesitaba beber algo. Una buena copa de coñac que le calmara los nervios y le permitiera dormir unas horas. No había tenido que tomar bebidas alcohólicas desde el primer año de luto. El médico le había prescrito una copa de vino en aquella época tan confusa, pero no había sido suficiente. Sólo la bebida lograba serenarlo. Por ese motivo, había enviado a Linda a buscar copas de whisky o coñac cuando los demás ocupantes de la casa dormían.

Richard había decidido tener una botella escondida en su habitación. Valiéndose de Linda como intermediaria, había conseguido que un lacayo le comprara coñac, y lo había guardado en el cajón de su cómoda. Esa noche, añorando aquella botella de coñac de hacía tanto tiempo, se puso su pijama de satén azul y aguardó impacientemente a que los ocupantes de la casa se retiraran.

El regreso del baile en el carruaje había sido infernal. Por fortuna, Louise estaba demasiado excitada por su éxito y las halagadoras atenciones de Malek como para percatarse del incómodo silencio que reinaba entre Richard y su hermano. Naturalmente, la madre de George había percibido la tensión y había intentado disimularla, conversando sobre lugares comunes. Richard se había esforzado por eludir la mirada amenazadora de Harrison y había conversado con ella, sonriendo y bromeando mientras los nervios lo corroían por dentro.

[•••]

Cuando ya no detectó ningún sonido ni movimiento en la inmensa casa, Richard puso una vela en un pequeño candelero y salió sigilosamente de la habitación. Por lo que sabía, el lugar donde sería más fácil encontrar coñac era en el aparador de la biblioteca, donde Harrison siempre tenía un surtido de excelentes marcas francesas.

Bajando la escalera principal con los pies descalzos, Richard alzó la vela y se sobresaltó un poco cuando la diminuta llama proyectó misteriosas sombras en las paredes doradas. La casa, tan concurrida durante el día, parecía un museo desierto por la noche. Una corriente fría se le enroscó en los tobillos y lo hizo estremecer; se alegró de haberse puesto una bata blanca encima de su ropa para dormir.

Entrando en la biblioteca, Richard inhaló el familiar olor a cuero y vitela, y pasó junto al gran globo terráqueo de camino al aparador. Dejó la vela en la superficie de caoba pulida y abrió la puerta para sacar una copa.

Aunque en la habitación no se oía nada ni se movía un alma, algo lo alertó de que no estaba solo. Inquieto, se volvió para mirar a su alrededor y contuvo un grito cuando vio a Harrison sentado en el mullido sillón de piel, con las piernas estiradas.

Tenía sus ojos de ofidio clavados en él y lo miraba sin parpadear. Aún vestía el traje de etiqueta, aunque se había quitado la chaqueta, y llevaba el chaleco y la corbata flojos. Se había desabrochado la camisa blanca hasta la mitad y por la abertura asomaba una espesa mata de vello negro. Tenía un vaso de coñac vacío entre los dedos, y Richard supuso que debía de llevar bastante rato bebiendo.

A Richard le dio un vuelco el corazón. Se quedó sin respiración, incapaz de articular palabra. Buscó apoyó en el aparador, aferrándose al borde con ambas manos.

Harrison se puso lentamente en pie y se acercó a él. Vio la puerta abierta del aparador y comprendió de inmediato lo que Richard quería.

-Permítame -dijo.

La voz sonó como un suave murmullo en el silencio que los rodeaba. Sacó una copa y una botella de coñac. Revolvió expertamente el contenido un par de veces y se lo ofreció a Richard.

El ojiazul se lo llevó a los labios de inmediato, deseando que la mano no le temblara tan visiblemente. No podía evitar mirarle el pecho desnudo. Ver a George Harrison con la camisa desabrochada lo hacía pensar en imágenes inquietantes y espeluznantes.

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora