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Interesándose por una de las sociedades reformistas a las que George hacía donativos, Richard asistió a una reunión de las mujeres que habían fundado el grupo. Cuando supo que era una sociedad de ayuda a la infancia, decidió colaborar personalmente aparte de hacer donativos. Las mujeres de la sociedad organizaban bazares, hacían presión para mejorar la legislación social y fundaban nuevas instituciones para atender a la multitud de niños que se habían quedado huérfanos a causa de la reciente epidemia de tifus y tisis.

Cuando el grupo decidió redactar un panfleto para desvestir las condiciones en que trabajaban los niños en las fábricas, Richard se ofreció para formar parte del comité. Al día siguiente, él y media docena de mujeres fueron a visitar una fábrica de escobas que, según sus informaciones, era una de las que más contravenían las normas. Sospechando que George no aprobaría su visita a la fábrica, Richard decidió no mencionárselo.

Aunque se había preparado para ver cosas desagradables, las míseras condiciones de la fábrica lo impresionaron profundamente. El lugar estaba sucio y mal ventilado, y había muchos niños trabajando con edades evidentemente inferiores a los nueve años. Richard se conmovió al ver aquellas criaturas delgadas y desgraciadas con caras inexpresivas, trabajando sin cesar con aquellas manitas tan diminutas; algunos habían perdido uno o varios dedos en accidentes con los afilados cuchillos que usaban para cortar las gavillas de paja. Eran huérfanos, explicó uno de los trabajadores adultos, recogidos de orfanatos y trasladados a un dormitorio angosto y oscuro ubicado junto a la fábrica. Trabajaban catorce horas diarias, a veces más, y a cambio de su incansable trabajo recibían un mínimo de comida y ropa, y unos pocos peniques diarios.

Las mujeres del comité se quedaron en la fábrica e hicieron preguntas hasta que el director descubrió su presencia. Las echaron enseguida, pero, para entonces, ya sabían lo que necesitaban. Entristecido por lo que habían visto, pero resuelto a tomar cartas en el asunto, Richard regresó a casa y redactó el informe del comité para presentarlo a la sociedad en la próxima reunión.

—¿Vienes cansado de la reunión? —preguntó George aquella noche durante la cena. Era observador y había notado signos de cansancio en la cara de Richard.

Richard asintió, sintiéndose culpable por no decirle dónde había estado aquel día. No obstante, estaba casi seguro de que saberlo no le haría ninguna gracia y se dijo que no era necesario confesárselo.

Por desgracia, George se enteró de la visita a la fábrica al día siguiente, no por Richard, sino por uno de sus amigos, cuya esposa también había ido. Lamentablemente su amigo también le había dicho que la fábrica estaba ubicada en una parte de la ciudad especialmente insalubre y peligrosa.

La reacción de George dejó a Richard estupefacto. Lo abordó en cuanto llegó a casa, y Richard vio con pesar que él no estaba meramente disgustado. Estaba iracundo. Se esforzaba por no alzarle la voz, pero la furia que sentía era patente en cada palabra que lograba articular.

—Maldita sea, Richard. Nunca habría imaginado que pudieras hacer algo tan absurdo ¿Te das cuenta de que el edificio podría haberse derrumbado encima de ti y de esos cerebros de chorlito? Sé en qué condiciones están esos sitios y no permitiría que entrara allí ni mi perro, mucho menos mi esposo. Y los hombres... Dios mío, cuando pienso en los sinvergüenzas que debía de haber por allí, ¡se me hiela la sangre! Marineros y borrachos en todas las esquinas. ¿Sabes lo que sucedería si a uno de ellos se le metiera en la cabeza disfrutar a tu costa?

Como aquello pareció dejarlo momentáneamente incapaz de seguir hablando, Richard aprovechó la oportunidad para defenderse.

—Iba acompañado, y...

—Señoras —dijo él con violencia—. Armadas con sombrillas, sin duda. ¿Qué crees tú que podrían haber hecho, si te hubieras topado con malas compañías?

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora