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Las puertas se abren y yo salgo disparada hacia el exterior con la vista borrosa, empujando y pisando a todo aquel que se cruza en mi camino, importándome poco y nada las quejas e insultos que salen de sus bocas por mi brusco comportamiento que se puede catalogar como raro e inadecuado. Lo único que quiero es salir de ese maldito vagón. Alejarme de la gente. De los hombres.

Torpemente apoyo mi mano derecha en la pared más cercana en busca de un punto de apoyo, porque siento que las piernas apenas me responden. Mi cuerpo tiembla como una gelatina y mi corazón late errático al interior de mi caja torácica, creando una sinfonía que retumba en mi cabeza. Las lágrimas en mis ojos no me permiten ver con claridad mi alrededor, pero por el momento aquello no se encuentra en mi lista de prioridades, ya que la sensación de ahogo que me invade es lo suficientemente potente para tenerme tomando grandes bocanadas de aire en un intento vano de llenar mis pulmones con oxígeno.

«¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡No sirve! ¡¡No está funcionando!!» Pienso entre lágrimas, con un agobiante nudo en la garganta.

Sé qué está pasando. Soy consciente de ello. Sin embargo, no me sirve de nada cuando no soy capaz de controlarlo o hacer algo al respecto. Me estoy hundiendo en mi propia desesperación.

Quiero calmarme. Lo intento, en serio que lo hago. Pero se me es imposible ignorar la asquerosa y repugnante sensación de aquellas desconocidas y grotescas manos manoseando mi trasero como si tuviera algún derecho.

«¡Ya basta! ¡YA BASTA!»

Los recuerdos y el miedo me arrollan como un tornado. No quiero estar ahí. Quiero estar en mi casa, en mi hogar, y que esa desgarradora sensación de vulnerabilidad que siento se desvanezca. Las palmas de mis manos tocan el frío piso al igual que mis rodillas y las cosas que cargaba se me han resbalado sin que me haya percatado.

«No puedo respirar... ¡No puedo respirar! ¡Dios, siento que voy a morir!»

Un sollozo lamentable, bañado de desesperación, se escurre de entre mis labios.

— Hey, ¿estás bie...?

— ¡NO ME TOQUES! — chillo apenas, con la voz rota al reconocer ese matiz grave que caracteriza la voz masculina y que me eriza la piel con terror.

No sé quién es. No lo he visto. Sin embargo, escucharlo cerca se me es una razón suficiente para aferrarme a la pared junto a mí como si mi vida dependiera de ello entretanto la sensación de asfixia aumenta.

«¡Me estoy ahogando!»

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Dos golpes suaves en la puerta de mi cuarto me avisan de una nueva visita. No abandono la posición actual sobre mi cama, porque mi mente supone que se trata otra vez de NaYoon en una de sus visitas periódicas para asegurarse de que todavía continúo respirando. Desde que ella y JongIn fueron a mi rescate a la estación de metro tras esa crisis, me he mantenido gran parte de lo que resta del día encerrada en mi cuarto con la mirada fija en la pared, durmiendo en pequeños intervalos de tiempo y con mis energías a ras de piso. Ignoro la localización de mi móvil actualmente y, también, si es que este todavía posee batería. Lo único que sé y tengo muy claro, es que el regalo de KyungRi ha quedado hecho trizas luego de que se me cayera en la estación y tendré que conseguirle uno nuevo.

Aunque, la verdad, no es como que me preocupe mucho aquello en estos momentos.

— Iseul — me habla con suavidad a mis espaldas, esperando encontrarme despierta y con miedo de despertarme si no es así.

Me preparo para hacerle saber que no tengo hambre a pesar de que mi última comida fue mi desayuno. Sé que saltarme comidas no es bueno para mi salud, yo misma soy una fiel defensora de ello, pero mi estómago está adormecido por el momento y no desea trabajar, y yo no deseo obligarlo.

ANDROFOBIA » KIM JONGDAE ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora