Capítulo 1

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Rosalie aún alucinaba con las historias que su hermana inventaba desde hacía dos años.

Si en otra ocasión le hubieran preguntado si al estar expuesto a tormentas eléctricas se podría desarrollar una enfermedad como la de creerse sus propias mentiras, o soñar con universos o reinos o mundos alternativos... En otra ocasión habría dicho que no. Pero ahora empezaba a dudar... Su hermana era prueba de ello.

Dos años hacía que inventó la primera historia sobre un dios del trueno rubio de ojos azules que encontró en medio de su investigación sobre tormentas. Después vino su desaparición, nadie sabía dónde estaba. Se realizaron búsquedas y rastreos de trata de blancas... durante más de dos meses, Rosalie lloró todo aquél tiempo, creyendo a su hermana muerta. Para que luego apareciera sorprendentemente, más feliz que una perdiz. En aquél momento Rosalie juró que la mataría con sus propias manos, la encerraría en el sótano más profundo y no la dejaría salir en lo que le quedaba de vida.

Y lo intentó. Bien sabe Dios que lo intentó...

Al parecer de Rosalie, los propios compañeros de Jane desarrollaron la misma enfermedad. Aseguraban extravagantes tonterías como la existencia de puentes de arco iris, un dios malvado con complejo de rey y la existencia de una sociedad hiper-mega-guay del paraguay.

Un día incluso estuvo tentada de pedirles el número del camello que les suministraba la droga para flipar ella un ratito también.

Luego llegaron las pruebas de la locura del profesor colaborador con Jane, Erick Selvig, cuando apareció como Dios lo trajo al mundo en todas las televisiones de Inglaterra, gritando sobre la llegada del momento perfecto para la convertibilidad, o converción... conversocojones.

Desde que Rosalie se negara a seguir escuchando aquellos desvaríos que le hacían gastar una tremenda suma de dinero en su compañía telefónica, Jane cesó en sus llamadas y Rosalie volvió a concentrarse en su trabajo. Lamentaba la forma en que terminó la relación con su hermana, pero alguien en su cargo de redactora jefe del periódico The Times no podía permitirse aquellas distracciones y pérdidas de tiempo.

Desde entonces, no sabía nada de Jane, ni de sus locuras, o los chiflados de su equipo. Por fin estaba tranquila. Por fin podía seguir con su predecible rutina.

Todas las mañanas se levantaba a las seis y media de la mañana y se preparaba.

Vivía justamente en el centro de Londres, rodeada de las tiendas más caras de la ciudad, de gente importante, de gente inexistente... un apartamento lujosamente decorado, de paredes blancas y sillones crema, de habitaciones amplias y pocos muebles.

Su fondo de armario para la oficina era estrictamente serio, sus conjuntos le quedaban perfectos sobre la piel.

Podía elegir una falda negra pegada hasta las rodillas con una blusa de botones blanca y de mangas largas.

O un vestido ceñido, con escote redondo que dejaba asomar sólo la piel de su clavícula, con mangas hasta los codos.

O unos pantalones negros largos con su camisa ceñida blanca con un pequeño escote en forma de pico.

Nunca faltaban sus tacones negros, o botines de tacón hasta el tobillo. Nunca botas, ni tennis, ni sandalias, ni zapatos planos.

Todo eso lo dejaba para sus viajes, vacaciones, tiempo de andar por casa, salidas a los pubs o entrenamiento deportivo.

No quería una pareja, ni hijos, ni nadie que la controlara. Quizá tenía un escarceo amoroso si llegaba a necesitarlo, pero la mayoría de su tiempo estaba demasiado ocupada como para prestar atención a los deseos carnales de su cuerpo.

Y uno se pregunta... ¿No se sentía sola en Navidad? ¿Quiénes eran sus amigas? ¿Cómo la soportaban?

Puede que el lector incluso sospecho de la existencia de veinte gatos, o perros, o arañas... o incluso un criadero de serpientes como ella.

El lector se equivoca de nuevo. Rosalie odiaba las bolas peludas que eran los gatos, no soportaba la constante actividad de los perros, ni el incesante trino de los pájaros, o las feas arañas, ni las frías serpientes.

Rosalie era sin duda, una mujer sencilla, que no necesitaba la compañía de nadie, ni siquiera un corazón para sobrevivir.

Rosalie era Rosalie. Y nadie la aguantaba...

El precio de la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora