20. Siempre nos quedará París

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Nunca había sido muy de clichés, ni siquiera de niña, cuando se creía a pies juntillas el mito del amor romántico. Pero tenía que admitir, que Flavio se las había ingeniado para hacer de París una experiencia totalmente única y diferente al resto de capitales de países que había visitado, así como que el saborear un crêpe de chocolate a las orillas del Sena, se convirtiera en una de sus anécdotas más cursis, pero también de sus favoritas.

A la luz de las farolas, se acercó a él y se puso de puntillas, pasando con suavidad el pulgar por la comisura de sus labios, sintiendo cómo le quemaba la mirada color café que la estaba taladrando, estudiando movimiento a movimiento, como si el muchacho temiera en cualquier momento, levantarse y descubrir que todo era un sueño.

- Tenías una mancha. - Se justificó ella en un susurro tímido y cálido, que seguía en consonancia con ese ambiente íntimo que los envolvía desde esa misma mañana y el inicio de su periplo.

Flavio sonrió de forma ladeada y en un movimiento provocativo, se mordió el labio inferior con lentitud, para después atraerla hacia él, colocando ambas manos en su cintura, haciendo que la rubia viera su mente embotada, como cada vez que invadía su espacio personal de esa forma tan sensual y canalla y hacía que las piernas le temblaran.

- Si querías un beso, solo tenías que robarlo. No hay otra persona a quién quiera dárselos. - Respondió, con una mezcla de petulancia y honestidad en sus palabras.

A ella por un momento le faltó el aire y sintió cómo el ambiente se empezaba a caldear, a pesar de estar apoyada contra la baranda que los salvaba de caer al agua.

No supo qué contestar, porque no se consideraba buena con las palabras, así que hizo la única cosa que su cuerpo le pidió: lo besó. Con fuerza y ganas, como si fuera a desvanecerse mañana o por medio de aquella caricia, pudiera transmitirle todo lo que le rondaba la mente, que cuando estaban juntos, le pasaba de cero a ciento veinte.

La respuesta de Flavio no se hizo esperar, pues recibió a su compañera de viaje con avidez y fiereza, pero sin perder ni un ápice de su agarre firme o ese candor de intimidad.

Habían pasado todo el día así, entre risa y caricias furtivas, visitando los lugares más emblemáticos de la ciudad de las luces. Él la había hecho posar frente a la pirámide acristalada del Louvre, mientras pensaba que era la obra de arte más bonita y cautivadora que hubiera visto jamás.

La había llevado de la mano ante las ruinas de Notre Dame, que iba resurgiendo de sus cenizas de manera paulatina, pero seguía manteniendo su presencia imponente y embrujada.

Pero su momento favorito, fue cuando a pesar de que estaba cerrado, había logrado que los colaran en la Torre Eiffel después de haber recorrido los Campos Elíseos entre besos, fotos y chistes malos que te hacen reír a mandíbula batiente. Ya no parecían dos personas enfrentadas, sino más bien, los protagonistas de una comedia romántica adolescente.

Ahí subida en aquel gigante de hierro, ella lo había abrazado, sintiéndose pequeña y a la vez, la mujer más poderosa del mundo. Él le había sonreído, para después susurrarle palabras de amor en el oído que la rubia, a la luz del ocaso, había correspondido.

Las líneas que los definían y los dividían, se habían difuminado. Ella le había sujetado la cara con las manos, memorizando cómo la luz del atardecer se reflejaba en sus ojos, haciéndolos más aniñados y claros, de un marrón acaramelado que a Samantha, le robó la respiración.

Se habían dicho sin palabras que se querían. Sin saber cómo ni cuando, pero que ya no querían ocultarlo. Pero que tampoco podían verbalizarlo, porque eran palabras mayores y aún era pronto para decirlas.

Como agua y aceite Donde viven las historias. Descúbrelo ahora