9. Yo también sé jugar

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No se acostumbraba a aquel edificio tan frío, por mucho que llevase años acudiendo. Al principio, había sido extraño y pensaba que no era su lugar, a pesar de que Marta le había explicado que es duro aceptar que necesitas ayuda externa, porque no estás bien a nivel mental y no tienes las herramientas para una adecuada gestión de todo lo que está ocurriendo en tu cabeza.

Con el paso del tiempo, a quien sí había conseguido hacerse, era a ella. Tenía un par de años más, llevaba el pelo cobrizo recogido en un moño y siempre tenía una sonrisa afable para todos y cada uno de sus pacientes, coronada por una mirada honesta escondida tras unas gafas de pasta.

Después del funeral, estuvo un tiempo metida en su cabeza, sin querer hacer nada más que dormir, producto de la infinita tristeza que la valenciana percibía como un fenómeno que no tenía fin, un agujero que terminaría por comérsela.

Entonces, Maialen, que siempre había sido su faro en tiempos de oscuridad, le presentó a Marta, la hermana de uno de sus compañeros de banda y psicóloga especialista en pérdidas.

El primer día de consulta, se había encontrado a una viuda que ni siquiera había tenido tiempo de ser novia. Que solo tenía como recuerdo de su boda un anillo de compromiso, que se negaba a quitarse porque pensaba que equivalía a olvidarle.

Después de años, esa chica, había salido de su gabinete y se había reencontrado con Samantha. Aprendió a conocerse de nuevo. A quererse. A interactuar con los demás sin dejar que su pasado lo ensombreciese y sobre todo, a pedir ayuda cada vez que notaba que esos límites que tanto le había costado marcar, ese perímetro que la definía como persona, se empezasen a desdibujar.

También aprendió a recordarle con cariño y sin recrearse en el dolor, o en lo que pudo ser y no fue. Marta le enseñó a ser realista y tomar conciencia de que Arnau no iba a volver, por mucho que jurase encontrarlo en la risa de Maialen, una mirada cruzada en el metro, o en la cocina de su hermana.

Nadie se lo iba a devolver y ella había aprendido a estar conforme, que no bien. Había conseguido sobrevivir. Salir del pozo antes de que el fuego de la pérdida la consumiera.

Y sobre todo, lograr recordarlo por lo que fue para ella, todo lo que significó y le aportó, sin centrarse o lamentarse por lo que prometía ser.

Pero como era humana, tenía épocas mejores que otras. A veces flaqueaba, pero entonces la llamaba y lo hablaban. Eso era lo que más le gustaba de la pelirroja: que nunca te penalizaba por sentir, nunca pensaba que estabas exagerando, sino que siempre hacía salir de allí a uno sintiéndose validado. Tampoco te hacía sentir culpable si tenías una recaída, porque ella misma se encargaba de recordarte que el camino era largo y que no se tiene la misma resiliencia todos los días.

Aquel día acudía a ella, no solo por los fantasmas del pasado, también por lo ocurrido con Flavio, porque no sabía si tenía la fuerza necesaria para afrontarlo.

Tenía miedo de que cinco años no fueran suficientes, de estarse apresurando por darse una nueva oportunidad de reconsiderar el amor. Le asustaba dejarse llevar, volverse alguien egoísta y olvidar.

Porque, a pesar de haber pasado dos períodos de duelo, su mejor amiga y su amuleto, sentía que desconocía por completo el proceso. Ni siquiera sabía cuánto tenía que durar o si alguna vez se llegaba a superar.

Necesitaba a alguien que le ayudara a poner todo el puzzle en perspectiva, o que le recordase que a veces está bien sentirse un poco perdida.

Llevaba en su bolso uno de sus numerosos cuadernos, porque con el paso del tiempo, tanto profesional como paciente, habían descubierto que se le daba mejor expresarse por escrito que oralmente. Como si por el hecho de hacerlo con un lápiz y un papel, se volviera más paciente, pero también más sincera, porque le costaba menos perforar sus capas y conectar con el fondo de esa mente suya. Era más sencillo tirar del hilo y sacar algo en claro, que fuera realista y certero.

Como agua y aceite Donde viven las historias. Descúbrelo ahora