31. Conocerse por segunda vez

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— Elige, ¿qué preferirías? ¿Comerte un bocata de pelos o uno de uñas? — Preguntó ella, con su habitual curiosidad mezclada con inocencia, rompiendo el silencio que se había instaurado entre ambos y cuya comodidad era tan familiar, que ya era un invitado más en su intimidad.

Flavio dejó el vinilo que había estado ojeando sobre la vitrina y se acercó para rodearla con los brazos en un gesto de cariño, al mismo tiempo que se rascaba la barbilla, dubitativo.

— ¿Nunca te cansas de este juego? — Inquirió en respuesta con una sonrisa torcida, ligeramente conmovido de que tuviera el mismo empeño para obtener información desde el primer día que lo habían puesto en práctica, para acelerar el proceso que supone conocer a alguien con el que vas a compartir algo más que un par de conversaciones casuales.

En su caso, era la custodia de un niño, así que aquella dinámica se hizo cada vez más recurrente entre ellos, como si hablaran un idioma nuevo sin ningún tipo de reglas y las estuvieran escribiendo. Simplemente, tenían que hacer una pregunta sobre el tema que les inquietaba, buscando conocer la preferencia del otro. Así habían decidido ciertas de las normas de convivencia que reinaban en su casa, compartida desde aquella charla en el cementerio, que sin saberlo, le dio otro giro de trescientos sesenta grados a su vida.

Aquel juego parecía funcionar y Samantha sabía que en esa ocasión, no iba a ser la excepción. Así que, para insistir, se refugió en su abrazo antes de hacer un puchero que a él lo derretiría como a un cubito de hielo en un día soleado.

— Nunca me canso de saber a cerca de ti. — Corrigió, con su mejor sonrisa, esa que desde hacía un tiempo y tras mucha terapia, había conseguido recuperar, únicamente para regalársela solo a él.

Eso fue lo poco que necesitaron las defensas de Flavio para venirse abajo, como un castillo de naipes pobremente construido al que azota una racha de viento en un descuido.

— Probablemente de uñas. Seguiría siendo asqueroso, pero con el de pelo hay más posibilidades de sufrir un atragantamiento. — Reflexionó en voz más alta de lo que pretendía, arrancando alguna que otra mirada de desconcierto y terror entre las pocas personas que como ellos, habían decidido pasar la tarde de invierno buscando vinilos viejos en una tienda de segunda mano, escondida en una callejuela del centro.

A simple vista, parecía un establecimiento casi descuidado, donde todo estaba revuelto, había goteras y ni siquiera la mitad de los productos estaban etiquetados. Pero para ellos tenía un significado especial. Era su refugio, su propio lugar. Simplemente porque allí habían encontrado el punto inicial del que nacería su conexión.

Un día de lluvia, después de pasar por notaría y resolver parte del papeleo requerido para formalizar la tutela de Oier, se había arrancado a llover de un momento a otro, con saña y rapidez, cebándose con aquellos que se habían fiado de la promesa de un día soleado y se habían dejado el paraguas.

Era una tormenta de verano, de las que duran poco, pero te calan hasta el alma. Samantha aún seguía bajo cuidado médico constante y no podía permitirse resfriarse, así que había corrido al primer pórtico en el que poder resguardarse, descubriendo por primera vez el escenario de sus primeros pasos, las paredes que fueron testigos de un nuevo comienzo, protagonizado por dos personas que quizás por capricho de una fuerza superior, se vieron en la situación de tener que conocerse por segunda vez.

Y durante aquella tarde, conversaron durante horas, enseñándose mutuamente la música de su infancia y probando el juego del que todavía no había terminado la partida.

— Es un buen razonamiento. — Concedió ella, visiblemente complacida por la respuesta, pero completamente ajena al nerviosismo de su acompañante.

Y es que, abrirle tu corazón a alguien nunca es fácil. No existe un manual con la receta que garantice el éxito, pero sin embargo, él había decidido intentarlo.

Como agua y aceite Donde viven las historias. Descúbrelo ahora