18. Del odio al amor solo hay un paso

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Salió del duermevela, en esa mañana del miércoles, con la luz del amanecer colándose por la ventana. Hacía años que no dormía tan bien. Ni siquiera podía recordar con nitidez ninguno de sus sueños y sentía el cuerpo completamente renovado, como si se hubiera despojado de un peso muerto que desconocía que estaba cargando.

Estiró los brazos y las piernas, en una especie de ademán felino, dejando caer las palmas de las manos sobre las sábanas. Respiró un par de veces el olor ahí impregnado. Esa especie de mezcla entre el suavizante de limón que usaba Flavio, sudor y sexo, porque había roto su voto de celibato autoimpuesto.

Y es que, ¿cómo no hacerlo? Si se había quedado con ella, sin esperar nada a cambio, simplemente cuidándola como un perro guardián, como si quisiera convertirse en el vigía de sus noches inquietas. La había mirado de esa manera que la hacía sentir tan especial, de esa forma tan cruda, magnética. Igual que había sucedido en su oficina, así como en su portal el otro día.

Soltó un pequeño suspiro, porque a pesar de ser una mujer adulta, no sabía muy bien qué estaba haciendo, pretendiendo que salía con su mayor enemigo, pero yaciendo junto a él y dejándose amar en las sombras. Estaba muy bien siendo una simple viuda a la que todavía le quedaban lágrimas por llorar y que no sabía si algún día se iba a recuperar; con las murallas de su corazón altas y erguidas contra todo peligro. Pero ahora, su red de seguridad, se estaba comenzando a resquebrajar y los sentimientos, se empezaban a cultivar, como si una semilla traviesa, hubiera hecho un agujero en sus muros de piedra y hubiera conseguido echar raíces en los surcos de su golpeado corazón.

Se incorporó lentamente para buscar su teléfono y comprobó que faltaban exactamente diez minutos para que sonase la alarma que la devolvería a la realidad y le recordaría que tenía que enfrentarse a otro día laboral; así que la apagó. Porque no tenía ganas de romper con esa paz y volver a empezar. Era un planteamiento egoísta, pero esa mañana, después de la noche bañada por la luz de la luna, Samantha se había levantado sin ganas de odiar.

Lo miró. El pecho desnudo subía y bajaba rítmicamente con lentitud, prueba irrefutable de que estaba plácidamente en los brazos de Morfeo. Una sonrisa se hizo paso en los labios de ella, expresando esos sentimientos que le daban tanto miedo porque empezaban a germinar y lo volvían todo mucho más real. Aquellos que ella no podía manifestar, porque no sabía por dónde comenzar.

La rubia sabía que era mala con las despedidas, así que esta, no iba a ser distinta; pero tenía que marcharse ya de su propia cama si quería llegar a tiempo para rendir en su jornada. Quiso decirle muchas cosas, pero se acordó de que su abuela le decía una y mil veces: Samantha, eres tus actos, no tus palabras y optó por permanecer callada.

Entonces, se acercó a él, permitiendo que todos los recuerdos invadieran su pensamiento, dejándose absorber por las imágenes de su cabeza y quedarse a nadar en la sinestesia de emociones que le provocaban durante un rato. Dejó un beso dulce sobre su mejilla. Nada del otro mundo, un gesto casto y puro sin segundas intenciones, que buscaba expresar todo lo que ella no podía, porque no sabía o más probablemente, porque no quería, pues no estaba segura de si podría seguir hacia delante. Si estaba preparada para abrirse de nuevo y dejar a alguien entrar a su mundo interior, con sus propias manías, inseguridades y miedos. Sin saber si aún podía jugar en equipo, estar ahí, aguantar el tipo y ser un punto de apoyo sobre el que Flavio pudiera mantener el equilibrio cada vez que sintiera que se precipitaba al vacío.

Todo eso, eran interrogantes que le confirmaban que era mejor apartarse del canto de sirena cuando aún se está a tiempo, cuando aún puedes evitar el arrepentimiento que te provoca el comprobar que no sabes querer bien ni dejar a la otra persona que lo haga contigo. Eran pequeñas preguntas de carácter trascendente que quería tener resueltas antes de tirarse de nuevo a la piscina y volver a arriesgarse a romperse de nuevo por dentro.

Como agua y aceite Donde viven las historias. Descúbrelo ahora