Habían pasado unos cuantos meses desde aquella declaración de amor inesperada. Todo iba sobre ruedas y parecía que el cuento de hadas se había hecho realidad.
Su relación cada día crecía más, fuerte y sana como el tronco de un árbol que arraiga sus raíces en la tierra, dispuesto a ver pasar ante sus ojos cientos de generaciones, manteniéndose impertérrito ante las inclemencias del paso del tiempo.
La naturalidad era el componente estrella de la mezcla, porque entre ellos, nunca nada se sentía ensayado o forzado, gracias a que simplemente habían decidido saborear esa felicidad y lo habían hecho de tal manera, que habían logrado encarnarla.
Sus ojos brillaban. Sus manos se rozaban a escondidas, buscándose a tientas en la marea de gente que les rodeaba, únicamente por volver a sentirse reconfortados en aquella seguridad que les proporcionaba la certeza de saber que había alguien que les agarraría cada vez que uno de ellos estuviera a punto de perderse en un mar de dudas que intentase ahogarles.
Podían vivir por su cuenta, eran seres humanos completos y autosuficientes. Pero habían decidido no hacerlo, porque se convertían en una versión infinitamente mejor de sí mismos con solo tener a su alrededor a su opuesto, porque se convertía en el complemento ideal para lograr el equilibrio perfecto.
Entre los nervios y el sosiego. Entre las palabras y el silencio. Entre los instrumentos y la voz. Entre las melodías y las letras. Entre el azul y el café. Entre lo comedido y lo que carecía de filtro. Entre el calor y el frío. Entre el día y la noche. Entre el agua y el aceite.
Aquello les hacía únicos, pero también vivir en un choque de fuerzas constante que casi siempre terminaba con una sesión de arrumacos y carantoñas, de esas que te dejan las piernas flácidas, los pulmones desinflados, una sensación de ingravidez, ganas de más y el convencimiento de que no había ganadores ni perdedores, sino que únicamente la firma de un tratado de paz.
— ¿Crees que deberíamos decírselo? — Preguntó él, colocándose las gafas como de costumbre, al mismo tiempo que se sentaba erguido. Observó la taza de colores frente a él con una sombra de duda, viéndose entre la espada y la pared, como cada vez que sacaban aquel tema de conversación.
Ella se encogió de hombros y suspiró, dando un largo sorbo a su café con leche que le quemó la garganta, pero que le permitió más tiempo para pensar.
— No lo sé. — Se sinceró, completamente perdida ante el dilema que llevaban arrastrando desde que habían empezado aquella aventura sin fin. Por un lado, quería protegerle de ver la cara amarga de la moneda, quería mantenerlo en su mundo de que las relaciones adultas, son una carretera llana y sin curvas, pero por el otro; se sentía culpable por mentir a lo que más quería en el mundo y sumado al yugo que representaba la sensación de poder ser pillados en cualquier instante, se dibujaba en su relación una línea de reproche, como si estuvieran siendo malos padres.
Flavio le agarró la mano por encima de la mesa, mientras la miraba haciendo círculos con su pulgar. Samantha no pudo evitar sonreír, como si un hilo invisible tirase de la comisura de sus labios perfectamente perfilados de rojo cada vez que el navarro la tocaba.
Aquellos guiños a su burbuja personal en el mundo exterior tras las puertas de su casa, se habían convertido en sus gestos favoritos. Porque no solo estaban cargados de amor, sino de honestidad y complicidad. Como si su novio estuviera ratificando todas sus promesas de forma silenciosa delante de un montón de testigos, que ni siquiera sabían que lo eran.
— Eva dice que se acabará enterando tarde o temprano. Y creo que tiene razón. — Aclaró, con el tono más calmado que supo encontrar, porque sobre él, también pesaba la misma losa de culpabilidad.
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Como agua y aceite
FanfictionNunca se han llevado bien, aunque ella lo intenta, haría lo que sea por Oier. A él le da todo igual y ella solo le resulta insufrible porque siempre parece tener una crítica en la boca. Pero el destino se empeñaba en juntarlos e iban a tener que a...