Capítulo 27

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La lluvia hacía lo suyo en esa parte de la ciudad. No caía muy fuerte, pero tampoco era una suave brisa. El paisaje lluvioso por lo menos les servía de distracción a todos los que se empeñaban en ver por la ventana y evitar su tensa realidad. De ese modo, la negación del ambiente les ayudaba a pasar el mal trago que los ceñía en esos momentos.

Si había un lugar incómodo como el infierno sobre la Tierra en esos precisos instantes, era aquella camioneta problemática que rodaba deprisa sobre la carretera y entre el tráfico tradicional de una tarde lluviosa. No sólo incómodo, sino tajante, acusador, vehemente a punto de estallar, ansioso e irónicamente hastiador; pero todavía con ese silencio abrumador que sólo era apuñalado con el escándalo de cierto joven confundido. Ciertamente, era un infierno denso y pesado.

Así lo veían cada uno de los ocupantes del vehículo porque la situación no se prestaba para otra cosa. No después de aquella interrupción en la bodega y desenlace algo vergonzosos. Por supuesto que ninguno de ellos dejaba de pensar en la heroica intervención de Alfred. Esas imágenes explosivas de la entrada triunfal del veterano a aquella guarida circundaban por la cabeza de todos. Y evidentemente eso era lo único que podían repensar para distraerse de sus demonios internos: que no por nada habían hecho estragos en cada uno de los petirrojos. Sobre todo de aquellos dos carmesíes, apasionados y problemáticos.

Esos mismos muchachos, ahora cavilaban cabizbajos y arrepentidos, alejado el uno del otro lo más posible en esa camioneta. Timothy acompañaba a Alfred en el frente, mientras Jason se acomodaba en el último asiento tratando de soportar su embriaguez y la evidente mirada molesta de Alfred.

Por su lado, Richard aguantaba a Damian en la segunda fila, intentando por todos los medios mantenerlo quieto en el asiento y evitar que siguiera retorciéndose. El mayor de las aves bufaba intranquilo por tener que cuidar al más pequeño del grupo. Refunfuñaba viéndose obligado a permanecer sentado atrás y no al frente, pero era mejor ser comprensivo y darle espacio a Timothy y su sentencia implícita.

Y es que de ahora en adelante, no habría armonía en la casa Wayne. Y de eso ya se habían dado cuenta desde el instante en el que fueron sorprendidos e inequívocamente reprendidos. Y no era para menos, pues lo que vio el honorable anciano al irrumpir no fue nada agradable en términos pacíficos.

No debieron imaginar el rostro de Alfred al atrapar a las tres avecillas que protagonizaban un drama digno de una teleserie de horario estelar. Y esa etiqueta le vino como guante a la escena, pues nada más entrar, Alfred torció su ceño en cuanto confirmó lo que sospechaba; sus nietos perdían el tiempo y de la forma más ridícula.

Timothy yacía en el suelo llorando en medio de un lugar deshecho, Jason yacía arqueado, aún devolviendo el estómago y quizá balbuceando algo típico de un briago desvergonzado y Dick consolándolo con todos sus pantalones sucios y húmedos por el vómito. Sin olvidar a los delincuentes, quienes permanecían expectantes a aquel estruendo recién convocado en su escondrijo.

-¡¿Por qué se tardan tanto?! –Exclamó Alfred sin otro remedio que suspirar y expresar su descontento con algo de sarcasmo-.

Su voz llamó inmediatamente la atención de todos. Al virar, observaron al honorable con la cabeza asomada a través de la ventana de la camioneta que se supone habían ido a buscar y que ahora, con lujo de violencia y sin pensar en consecuencias, había atravesado la cortina metálica como si de un pañuelo se tratara.

-Si quieres algo bien hecho, lo debes hacer tú mismo... -Declaró el amable anciano, bajando del vehículo, pisando los escombros y mostrando su rifle de asalto-. ¡Todos quietos! –Exclamó levantando el rifle y saliendo del auto-.

-Sí... hablé muy pronto... -Musitó Dick mientras pasaba algo de saliva y comenzaba a rezar-.

Apenas pisó el suelo, Alfred disparó al techo. La detonación hizo que todos, incluidos los petirrojos, levantaran las manos en señal de rendición, excepto Jason, quien al ya no contar con el apoyo de Dick se fue de boca contra el suelo. Los asaltantes, aunque aturdidos y desorientados, decidieron no causar más problemas y menos cuando ya no tenían un arma a la mano y no estaban al tanto de lo que ocurría en realidad.

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