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Hope Hannigan

Me despedí de Hannah y dejé el teléfono tirado en la cama antes de soltar un sonoro suspiro que me hizo replanteármelo todo. Por un lado quise coger una mochila meter lo esencial y huir muy lejos de Crosswood, pero eso no hubiera estado bien visto para Hannah, por consiguiente tampoco para la ley. La otra era poner música y olvidarme de la vida.

Antes cantaba y hacía música yo misma, no era una gran cantante, pero siempre me habían dicho que tenía una voz bonita, así que se convirtió en mi hobbie preferido. Lo hacía cuando estaba triste, enfadada, contenta o incluso cuando simplemente me aburría. Pero llevaba sin entonar una sola nota desde que murió Leah. Era duro intentar hacer algo por mi cuenta siendo que siempre lo había hecho con ella. Leah era mi persona. Me animó a cantar y siempre cantábamos juntas, supongo que ya no sabía hacerlo sola...

Me acerqué al tocadiscos de la mesita que descansaba frente al sofá y puse la aguja sobre un vinilo de Los Beatles que saqué de una de las cajas del pasillo. Me tumbé en la cama de nuevo y miré al techo fijamente antes de cerrar los ojos para hundirme en las profundidades del mar en un submarino amarillo. Solo quería estar conmigo misma un rato, como hacía antes de todo esto, pero al intentar estar en paz solo conseguí ponerme peor. Mi mente solo viajaba a lugares oscuros en los que se exponían los peores momentos de mi vida como si fuera una galería de arte. Allí yo era un mero espectador de las obras y al mismo tiempo la protagonista de cada una de ellas. Todo estaba en blanco y negro, y yo intentaba mejorar los cuadros tiñéndolos de color y colgando unos más felices, pero mi mente los eliminaba dejándome admirar solamente los más horribles y traumáticos.

Me levanté de un salto de la cama y me acerqué hasta el tocadiscos para levantar la aguja del vinilo. No podía cerrar los ojos, no podía ponerme música y relajarme porque entonces pensaba, y ahora mi mente era el lugar más peligroso en el que una persona podía estar. Salí de la habitación como alma que lleva el diablo y me metí en el vestidor para cambiarme lo más rápidamente de ropa que pude. Me puse unos pantalones de chándal cortos negros y un top a juego, me deshice las desastrosas trenzas, me peiné el pelo en el baño rápidamente, me lavé la cara, los dientes y me hice una coleta. Salí de allí y no sé, no sabía a donde ir, solo andaba, solo hacía algo para no pensar.

Abrí una puerta al azar y entré en una especie de gimnasio, aunque no tenía máquinas de deporte, solo era una sala enorme para un ring. Un ring alucinante, todo había que decirlo. Había estado en alguno que otro, sobre todo por mi padre que me enseñó como se peleaba casi antes de saber estar de pie. Él era militar y supongo que por eso siempre vio muy importante lo de luchar y estar en forma.

Me subí al ring y me puse unos guantes que estaban tirados allí sobre la tarima. Bajé el saco y lo toqué curiosa, hacía mucho que no usaba uno y me recordó buenos momentos de mi infancia, cuando casi no llegaba ni a darle.

-Lo que faltaba por ver- Reclamó una voz grave y enfadada desde la puerta- ¿Quién cojones te ha dicho que puedes estar aquí?

Ahora mismo necesitaba desahogarme y como no dejara de tratarme así iba a acabar haciéndolo con él. Si hubiera sido una persona a la que tuviera un poquito de respeto me hubiera ido, pero ese chico me estaba empezando a tocar las narices como nadie lo había hecho jamás, y me estaba empezando a cabrear mucho.

- ¿Pero tú por qué eres tan gilipollas? - Le respondí harta.

Sus ojos ardieron de ira al insultarle, aunque también me percaté de un poco de asombro, como si nadie le hubiera llamado gilipollas jamás. Pero eso sí que me parecía raro porque no conocía a ninguna persona que se lo mereciera más que él. Dio pasos agigantados hasta el ring y yo me estremecí por dentro, aunque por fuera estaba con los brazos cruzados manteniendo la compostura.

PEPPERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora