Capítulo Veinte

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La casa de Dulce era un lindo chalet pareado de dos pisos. A través de una escalera de piedra se llegaba al primero de ellos, el cual contaba con un amplio living con chimenea y balcón, cocina con comedor y un estudio de trabajo. El segundo piso solo comprendía el dormitorio y un baño privado.

Christopher no pudo dejar de admirar la arquitectura del lugar mientras seguía a Dulce hasta la cocina, para dejar todas las bolsas que Alex había dejado fuera. Notaba el estilo del siglo XVII en las edificaciones de piedra y las terminaciones de madera lustrosa, lo cual hacía que el chalet fuera rústico pero acogedor a la vez.

—Tienes una casa muy linda, Dulce —comentó mientras miraba el techo.

—Gracias —respondió ella, comenzando a sacar el contenido de las bolsas para luego guardar todo en los estantes y el refrigerador.

Por el rabillo del ojo, Dulce notó como Christopher se apoyaba en una de las encimeras, con los brazos cruzados, mientras evaluaba cada uno de sus movimientos. En ese momento, la chica deseo haber comprado más cosas en el supermercado para así tener más productos que guardar y no tener que enfrentarse al hombre que tan de improviso se había presentado en su casa.

Casi podía oír la sonrisa ladeada que Christopher tenía en los labios y eso la hacía enojar, primero por la osadía de llegar hasta allá, como si nada; segundo por la arrogancia que ese gesto significaba; tercero por la extraña alegría que él estaba emanando en ese momento y cuarto, lo más importante, por el efecto que esa sonrisa siempre había tenido en ella, incluso ahora. No tenía que mirarlo para saber cómo se veía y la imagen en su cabeza solo hacía que sintiera las estúpidas mariposas en el estómago y su corazón desbocado. ¡Maldito sistema de aire acondicionado inservible!, pensó la pelirroja, al sentir más calor del que normalmente se sentía en esa casa, pues el aparato se había roto hace 3 semanas. Pero, en el fondo, sabía que su temperatura estaba elevada por el hombre que estaba compartiendo la habitación con ella.

Christopher no podía parar de sonreír al estar ahí con Dulce. Estaba tan feliz de tenerla cerca, aunque ella tratara de ignorarlo, o al menos fingiera hacerlo, ya que notaba su nerviosismo en todos sus movimientos. El corazón le dio un vuelco al verla tomar una naranja y luego llevarla a su nariz para sentir su aroma, mientras cerraba los ojos. Christopher había notado, en Aguas Claras, que ella siempre hacía eso cuando volvía del mercado, era como si al sentir el aroma de las frutas se transportara a otro lugar, pues siempre sonreía después de ese gesto, de una forma tan genuina, que hacía que él la amara aún más, si era posible.

—Parece que se te acabaron las compras —mencionó Christopher, burlón, al ver que Dulce se había quedado quieta en la otra esquina de la cocina, lo más alejada de él que se pudiera.

—¿A qué viniste, Christopher? —preguntó con los brazos caídos, como si se rindiera.

—Ya te lo dije, vine a hablar contigo —respondió con tranquilidad, aún sonriendo.

Dulce sentía tantas ganas de golpearlo en la cara como de besarlo en los labios.

—¿¡De qué!? —dijo con desesperación en la voz—. Te dije que volvería en tres meses. Qué puede ser tan importante como para que tuvieras que cruzar el océano ahora, sin poder esperar tres semanas más a que yo regresara.

—Tú y nuestro hijo —no vaciló en responder e inmediatamente notó como su respuesta la descolocó. El rubor que empezaron a tomar sus mejillas lo hicieron sentir vivo otra vez, ¡cuánto había extrañado hacerla sonrojar!

—No te entiendo.

—Hace mucho calor aquí —dijo ignorando su evasiva.

—El aire acondicionado está roto —señaló el aparato encajado en lo alto de la pared, entre la cocina y el comedor, con la barbilla—. Creo que el sistema no va con la casa, o algo así medio le entendí al último técnico que intentó repararlo —se encogió de hombros—. El italiano no se me dio tan bien ese día.

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