Uno de mis recuerdos más tempranos es el rostro de mí madre frente al espejo y el intenso olor a lavanda de su perfume. Todas las tardes me sentaba en una esquina de la cama y fingía repasar las lecturas sencillas que ella me enseñaba, pero en realidad la veía de reojo mientras se peinaba frente al tocador. Ella trabajaba todos los días sin excepción, así que para mí era raro cuando este ritual no ocurría.
—Soy una vendedora de tiempo—me dijo cuando le pregunté en qué trabajaba—. A los hombres que les hace falta esposa les aparece un agujero en el alma, y necesitan que una mujer les dé tiempo y los escuche y les de mimos. Solo necesitan un poco de esas tres cosas para sentirse mejor.
Sentí algo de celos, pero pudo más la admiración que le tenía; su labor me parecía muy noble.
—Mamá, ¿yo también tendré un agujero en el alma cuando sea un hombre?—le pregunté.
Ella negó con la cabeza y me acarició el cabello.
—Eres muy dulce y apuesto, Levi. No tendrás ningún problema en conseguir una esposa cuando crezcas.
Esa simple respuesta fue suficiente para reconfortarme. Ella era hermosa y nos parecíamos muchísimo, así que era verdad. Yo, que crecí rodeado de vendedoras de tiempo y un intenso aroma almizcleño con dejos de alcohol y hierro, me sentí afortunado de saber que nunca necesitaría una.
Los hombres que entraban a la que yo llamaba "casa de vendedoras" compartían las mismas características: ojos apagados, ropa sucia incluso para los estándares de la ciudad subterránea y ademanes poco refinados. Algunos de ellos poseían un temperamento muy fuerte y terminaban golpeando vendedoras cerca de la mesa de recepción. Entonces Otto, el dueño de la casa, llamaba a sus sobrinos pendencieros para que sacaran al hombre problema a patadas.
Contemplé esa misma escena varias veces sentado en una de las mesas cuando regresaba de hacer mis tareas del día. Mamá me encargaba las compras de víveres, artículos escolares—que eran de tan mala calidad que duraban muy poco— y cuando me quedaba tiempo de sobra me disponía a recorrer la ciudad en búsqueda de plumas de ave. A veces los pájaros sobrevolaban por los agujeros en ese cielo carente de estrellas y yo tenía la fortuna de conseguir las plumas que se les caían. Una vez reunía veinte y se las entregaba a mi madre, ella me recompensaba con una moneda para ir a una de las pocas teahouse que había. Siempre elegía el té de manzanilla, pues las demás opciones se encontraban fuera de mi presupuesto. Pero yo era feliz, aunque cualquiera que conociera mi historia pensaría lo contrario: ¿cómo un niño con apenas lo justo para vivir, sin padre y viviendo en una ciudad de mierda plagada de ladrones y contrabandistas podía ser feliz? ¿No sentía ganas de largarse de ahí, de saber cómo es el sol? ¿No sentía envidia al contemplar familias completas caminando por la calle?
No. Nada de eso.
Estaba vivo, tenía a mí madre y de vez en cuando podía tomarme una taza de té. Eso me bastaba.
Hubo una tarde en la que mi madre no se peinó frente al espejo sino que permaneció en cama con su ropa de dormir. Se veía un poco pálida.
—No te preocupes, querido—me dijo con voz queda, sonriendo—. Ya le avisé a Otto.
Me explicó que a veces las vendedoras de tiempo se debilitan, es un precio pequeño por cerrar temporalmente los agujeros en las almas de los hombres tristes. Me aterré al escuchar eso, pero mi madre solo necesitó de un par de días para volver a ser la de siempre. Esos episodios fueron escasos, y conforme pasó el tiempo dejé de preocuparme por ellos.
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—Oye, niño—dijo una voz rasposa. Alcé la mirada de las plumas que estaba contando para encontrarme con Finn, uno de los sobrinos adolescentes de Otto.
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El libro de Josephine
FanfictionCon tan solo diez años de edad, Levi es llevado por su mentor a un burdel para que tenga sus primeras experiencias sexuales. Pero las cosas no ocurren como se esperaba, y Levi sigue con su vida tratando de comprender a las mujeres a su alrededor y l...