40 años (última parte)

614 81 254
                                    

Mis tardes de té solían ser interrumpidas por Gabi y sus libretas de dibujo y clases de historia, o por Falco y su tablero de Clue.

Las interrupciones que más disfrutaba era cuando venían ambos y se apoderaban de mi tocadiscos. La música jazz era reemplazada por la sinfónica de la colección de Onyankopon y entonces la sala se convertiría en un salón de reyes y princesas; Gabi daba vueltas mientras bailaba. Chess, sentado en un reposabrazos del sillón, la seguía con la mirada, atento y fascinado con las amplias faldas de su uniforme que en movimiento parecían la carpa de un circo. No conforme con bailar en solitario, la niña solía tomar las manos de Falco, quien se dejaba llevar con el rostro encendido. Ella era buena bailando y él no, pero la pasaban bien.

Cada vez que los veía así era invadido por trozos del pasado: la figura de los niños bailando era reemplazada brevemente por otras parejas, otros bailarines que conocí a lo largo de mi vida.

Emma y Finn siguiendo el ritmo de una cajita musical que ella tenía en su habitación mientras yo los veía con una taza de té en las manos.

Isabel y Furlan dando vueltas con una sonrisa en la oscuridad perpetua de la ciudad subterránea, aún con energía después de entrenar con los equipos de maniobras.

Greta y Crown recorriendo el campo con sus pies ligeros, moviéndose como si fueran de ese mundo en la última muralla donde no existía preocupación ni hambre ni miseria.

Petra y Oluo bailando a escondidas tras los árboles. Eld y Gunter espiándolos sin que se dieran cuenta.

Aurora y yo. Josephine y yo.

No me bastó con sufrir a los quince. Volví a intentarlo una vez más diez años después.

Y no me arrepiento.

Lo necesitaba. Las necesitaba.

Y las sigo necesitando.

♚ ♛ ♚

Rosamund, sin decir nada, me tomó de la barbilla, me hizo verla a los ojos y cubrió mi ojo bueno con la palma de su mano.

—Oye, Levi Ackerman—dijo—. ¿Puedes verme?

Siempre me llama por mi nombre completo, pensé.

En ese momento Rosamund era como una pintura abstracta: manchas azules, doradas, blancas y negras mezclándose cada que parpadeaba.

—No, no te veo—respondí—. Perdí el noventa por ciento de mi visión en este ojo.

—¡Genial!—exclamó ella, como si le hubiera dicho algo asombroso

¿Genial? ¿Genial qué? ¿Que estoy casi ciego de un ojo?

—Desde que conocí tu historia tuve curiosidad por saber qué porcentaje de visión habías perdido—dijo—. Y ahora tengo la respuesta exacta. Eso es genial.

Su mano, que seguía cubriendo mi ojo sano, tembló ligeramente. La apartó de mi rostro y, tras parpadear unas tres veces, me vi en él reflejo de sus enormes gafas. Sus labios, del color de las naranjas pequeñas, estaban curvados en una sonrisa felina. Cualquier dato sobre mí, así fuera una nimiedad como aquella, la fascinaba.

Yo también tengo ciertas dudas, pensé.

Aproveché que había roto mi espacio personal y señalé sus labios:

—¿Qué con eso?—la cuestioné.

—¿Con qué?

—Los colores ridículos.

El libro de JosephineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora