Tosiendo Como Ancianas

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Viernes, 23 de abril de 1937.

0400 horas.

Puesto de control del puente de Rentería.

El diablo nunca viene arrojando llamas e invocando plagas a su paso.

El diablo nunca viene con una horquilla y una cola roja, hablando lenguas antiguas contra el cielo.

No, el diablo siempre viene disfrazado de ángel de luz, un presagio de paz y amor. Ese día, el diablo llegó vestido con una sotana de sacerdote y un sombrero saturno de ala ancha.

Su sonrisa brillaba aún más que sus gafas redondas, lo cual era una hazaña interesante, dada la forma en que se enfrentaba al sol naciente. La sonrisa se desvaneció cuando se acercó lo suficiente para ver nuestros rifles apuntándolo.

—¡No disparéis! —gritó el sacerdote, alzando los brazos en señal de rendición—. ¡No soy vuestro enemigo! ¡Soy un humilde siervo del Señor!

Ahora, los sacerdotes son generalmente inofensivos, pero algo en ese hombre parecío falso desde el principio. Tal vez fue el discurso forzado o su sonrisa barata, pero realmente no confiaba en él. Como no parecía estar armado, dejamos caer nuestros rifles. El sacerdote bajó los brazos y su amplia sonrisa volvió poco a poco a su relleno rostro. Su andar tenía un dominio muy impropio gracias a su redonda panza.

Hay un dicho en Vizcaya: el monedero de la Iglesia es pequeño, pero lleno. Dicho hombre representaba ese dicho. Alguien tan regordete y manicurado en tiempos de guerra seguramente tenía el dinero para permitírselo.

—Bendiciones a vosotros, valientes soldados de Vizcaya —dijo el cura tras cruzar el puente.

—Amén, padre —dijo Tuerto, el único de nuestro grupo que todavía tenía cierto respeto por la iglesia.

Cuando los comunistas y anarquistas ganaron las elecciones con una abrumadora mayoría, la iglesia católica fue la primera en sufrir. Se les cobraron impuestos, se tomaron tierras, e incluso algunos sacerdotes fueron perseguidos e incendiados en las calles como mártires. Cuando la gente pasaba hambre, los sacerdotes se sentaban en sus templos relucientes, mirándonos con desprecio y predicando la condenación si no tributábamos nuestras ofrendas semanales. El general Franco aprovechó esto y dio a la iglesia un papel en su causa. Dios estaba del lado de Franco, y ergo, contra nosotros.

Pero no en Vizcaya, y menos en Guernica. Nuestra tierra todavía era profundamente católica y temerosa de Dios, al menos entre los que creían. Ni Torito ni Camarada simpatizaban con el llamado del Señor, y no podría decir que a mí tampoco me importara mucho, pero sí tenía cierto respeto por los sacerdotes y las monjas.

—Qué está haciendo un hombre de Dios por estos lares, padre? —dijo Camarada con disgusto.

Al sacerdote no pareció importarle, su sonrisa seguía siendo inquebrantable. —Mi nombre es Padre Maximino, y soy un simple sacerdote de Barcelona. Estoy en una procesión fúnebre, pero parece que nos hemos estrellado contra una piedra en el camino que dañó nuestra carroza. Estamos a pocos kilómetros de distancia, y me enviaron a solicitar ayuda para solucionarlo

Torito rió con voz seca, frotándose las sienes. —¿Por qué no le pide a Dios que le ayude? Estoy seguro de que no permitirá que su hijo sufra, ¿no es así?

Debo admitir que el padre Maximino recibió cada golpe con una sonrisa, incluso frente al rechazo abrumador. —Lo he hecho, hijo mío, y el Señor me ha entregado cuatro jóvenes fuertes y capaces. ¿Qué más puedo pedir?

La expresión del rostro de Torito fue suficiente para amargar el estado de ánimo de cualquiera, pero incluso él tuvo que admitir que lo su sarcasmo sirvió de poco. Se sentó en una caja con el ceño fruncido. —Tres jóvenes fuertes y capaces. Alguien debe quedarse aquí y resguardar el puente.

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