A Unos Chicos Que Ansían

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Lunes, 26 de abril de 1937.

0650 Horas.

Iglesia San José.

La espera era la peor parte.

Soy el primero en admitir que este plan se basó en conjeturas y teorías locas, y que no tenía en cualquier forma una prueba alguna que pudiera respaldar esta locura mía. Pero fue la mejor oportunidad que tuvimos.

La espera era la peor parte.

Mis oídos resonaban con un tono alto, palpitando con cada latido de mi corazón. Era ensordecedor en más de un sentido.

La espera era la peor parte.

Nos alineamos frente a la puerta, todos en línea recta. El sacerdote fue el primero, tomando la delantera con una antorcha que fabricamos con ropa y las patas de los bancos. El siguiente fue Torito, sosteniendo la ametralladora. Si todo salía según lo planeado, no tendría que usarlo hasta que llegáramos a la bestia. Lo seguí detrás, agarrando el arma del padre Jagger con mi mano derecha, mientras con mi mano izquierda agarraba el hombro de Torito, cuya mano también estaba agarrando el hombro del sacerdote.

Esperar a saber si el plan funcionaria era la peor parte.

Torito temblaba bajo mi toque, al igual que el sacerdote que tenía delante. Estaban dando un salto de fe, sin saber si estaban caminando voluntariamente hacia su muerte. Le di un ligero apretón, haciéndole saber que siguiera adelante, lo cual replicó. El padre Maximino hizo la señal de la cruz sobre su cuerpo antes de abrir la puerta que antes estaba bloqueada con un banco.

No escuché el crujido de la puerta, pero pude sentirlo en mis pulmones. Ese vibrato que pasó del sacerdote a mí, y el lento arrastre de la luz que atravesó la oscuridad interior.

Y del otro lado, en una proeza de coincidencia quizás poética que ni el gran bardo inglés hubiera previsto, estaba Tuerto, de pie en medio de la escalera.

Como era de esperar, Torito se preparó para dispararle con la ametralladora, pero me estiré para detenerlo. Tuerto no se movía, ni respiraba, ni nada. No podía escuchar su voz diciéndome que me rindiera, o mi atención atrayéndome a él. No iba detrás de nosotros. No estaba tratando de matarnos. Nada.

El plan funcionó. No podían afectarnos. Pero no es como si fuéramos invisibles, ya que pude ver que su único ojo se enfocaba en mí. Vidrioso, opaco y completamente oscuro. Era Torito en carne y hueso, o al menos lo que quedaba de él.

Y así, se mantuvo en su existencia masiva, sin atacarnos, pero tampoco dejandonos pasar. Sus colmillos huesudos casi rozaban el suelo, haciendo que su cabeza se volviera pesada e inclinada.

Nos quedamos allí durante un minuto, tal vez dos, tratando de evaluar la situación. Esto es precisamente lo que hizo que nuestro plan fuera tan peligroso, incluso si funcionaba. Sin un medio de comunicación entre nosotros, nos quedamos en un limbo sin saber qué hacer o pensar. Casi podía sentir el deseo de Torito de vaciar su cargador sobre Tuerto.

El sacerdote solo podía agitar su antorcha, que no hacía más que proyectar sombras en las paredes del sótano.

Lo extraño era que, incluso en su estado antinatural, podía sentir cierta tristeza en Tuerto. Su único ojo no era tan vicioso o sádico como alguna vez creí que era. Estaba, pensé, gritando en su alma, pidiendo ayuda, lo que desencadenó un pensamiento en mi cabeza.

Nos ha estado siguiendo durante los últimos tres días. Siempre él, y nadie más. Dondequiera que fuéramos, allí estaba Torito, listo para cazarnos.

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