De Sus Pulmones Consumidos

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Sábado, 24 de abril de 1937.

2127 Horas.

Túneles Subterráneos.

No sabía dónde acababa mi respiración y empezaba el terror, pero la sensación de mis pulmones ardiendo mientras corríamos a toda velocidad por los túneles en una carrera loca solo me sirvió como recordatorio de que estábamos lidiando con una fuerza imparable, y que estábamos inequívocamente condenados.

La poca esperanza que alimentaba nuestra psique estaba escondida bajo una capa de pánico y locura, y cada paso enviaba ondas de sonido a través del sistema de túneles, haciendo sonar nuestros nervios como un violín contra nuestro staccato de supervivencia. No puedo hablar por mis compañeros, pero mi mente estaba en conflicto. Los últimos segundos de vida de Camarada se arremolinaban en mi mente como un fantasma, pero no de dolor ni de angustia, sino de confusión.

Murió con una sonrisa, sabiendo muy bien que su sacrificio bien podría ser en vano. El corazón del soldado comunista era profundo y obstinado, lo suficiente para pensar que murió sin remordimientos. Al más puro estilo de la propaganda del Kremlin, murió sirviendo al bien común. Por lo que vale. Pero su partida nos dejó con rangos disminuidos, menos potencia de fuego y sin el mejor fusilero de este lado de la guerra.

Y lo más importante, me dejó sin un amigo.

No puedo decir con certeza qué pasó por su mente en ningún momento, o si alguna vez me vio como su compañero. Pero lo sentí por él. Me protegió cuando nadie más lo haría, y confió en mí lo suficiente como para llevarlo a la guarida del diablo. Se abrió a mí sobre su pasado y sus traumas. Vi sus cicatrices, tanto físicas como mentales. Y sin embargo, le he fallado. Yo era un pastor que conducía a mis ovejas al matadero.

Lo siento, Camarada. Pronto me uniré a ustedes en el más allá, donde no hay sufrimiento y todos son iguales ante el Señor. Sin embargo, no es momento de recordar, y lo que llenó mi corazón en ese momento fue puro terror sin filtrar.

Sin luz frente a nosotros, tuvimos que confiar en el instinto para tomar decisiones en una fracción de segundo. Izquierda, derecha, la tercera desde la entrada, volviendo, todas iguales. Ratas correteando sin rumbo en el vientre de un gigante dormido. No teníamos mapa, ya que de alguna manera se había perdido en la pelea. No se escucharon voces, ni bramaron órdenes, aparte de nuestras respiraciones irregulares y la gruesa capa de miedo entre nosotros.

Hijos de la guerra y el hambre, arrastrados al barro por alguna disputa ideológica. Almas sucias de tierras rotas, heraldos de malas noticias, desatando latidos sobre las tierras. Camarada no era más que el rostro de nuestro sufrimiento, un recuerdo de lo que estaba por venir.

En mis manos descansaba el arma de fabricación alemana que una vez perteneció al padre Jagger, heredada por Camarada. Usar el arma de un hombre muerto trae mala suerte, ya que es probable que sigas su camino. ¿Era eso lo que Camarada quería que hiciera con sus últimas e inaudibles palabras? Tal vez su deseo era que terminara con todo, viendo la desesperanza que nos rodeaba. Tenía que ser eso. No le serví de nada como líder.

Tales palabras, perdidas en la niebla de la guerra, son el mayor signo de interrogación en la nota al pie de esta historia. No tan grande como el como logramos salir de los túneles y entrar al sótano de la Iglesia de San José.

El padre Iñaqui debía estar cansado de luchar, ya que se quedó dormido al pie de las escaleras que conducían a la planta baja. Todavía estaba amarrado, polvoriento y manchado con lodo de innumerables manchas de aceite sacramental derramado durante décadas.

—Joder, joder, joder, joder —dijo Torito, apoyando la espalda contra la escotilla por la que pasamos. Sus manos lucharon por encender un cigarrillo arrugado, uno que terminó en tres bocanadas.

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