16

39 8 2
                                    

La búsqueda de casas, decidió Jane, era alegre. Quizá lo más divertido era el placer de conducir, hablar y estar en silencio con papá, porque la mayoría de las casas de la lista de papá no eran interesantes. La primera casa que miraron era demasiado grande; la segunda, demasiado pequeña.
-Después de todo, debemos tener espacio para columpiar al gato -dijo papá.
-¿Tienes un gato? -preguntó Jane.
-No. Pero podemos conseguir uno si quieres. He oído que la cosecha de gatitos es máxima este año. ¿Te gustan los gatos?
-Sí.
-Entonces tendremos una fanega de ellos.
-No -dijo Jane-, dos.
-Y un perro. No sé qué opinas de los perros, Jane, pero si tú vas a tener un gato, yo debo tener un perro. No he tenido un perro desde...
Volvió a detenerse en seco, y de nuevo Jane tuvo la sensación de que había estado a punto de decir algo que ella deseaba mucho oír.
La tercera casa parecía atractiva. Estaba justo en la curva de un camino boscoso salpicado de sol a través de los árboles. Pero al inspeccionarla se demostró que no tenía remedio. Los suelos estaban cortados, combados e inclinados en todas las direcciones. Las puertas no colgaban bien. Las ventanas no se abrían. No había despensa. Había demasiado pan de jengibre en la cuarta casa, dijo papá, y ninguno de los dos miró dos veces a la quinta... un edificio sucio, cuadrado y sin pintar, con un montón de latas oxidadas, cubos viejos, cestas de fruta, trapos y basura por todo el patio.
-La siguiente en mi lista es la vieja casa de los Jones -dijo papá.
No era tan fácil encontrar la vieja casa de los Jones. La nueva casa de los Jones daba al frente de la carretera, pero había que pasar de largo y alejarse por una callejuela descuidada y llena de surcos para encontrar la antigua. Se podía ver el golfo desde la ventana de la cocina. Pero era demasiado grande y tanto papá como Jane consideraban que la vista de la parte trasera de los graneros y la pocilga de los Jones no era inspiradora. Así que volvieron a subir por el carril, sintiéndose un poco desanimados.
La séptima casa parecía ser todo lo que una casa debería ser. Era un pequeño bungalow, nuevo y blanco, con tejado rojo y ventanas abuhardilladas. El patio estaba bien arreglado aunque sin árboles; había una despensa y un buen sótano y buenos suelos. Y tenía una maravillosa vista del golfo.
Papá miró a Jane.
-¿Sientes algo de magia en esto, mi Jane?
-¿Lo sientes? -desafió Jane.
Papá negó con la cabeza. -Absolutamente nada. Y, como la magia es indispensable, no se puede.
Se alejaron, dejando al dueño de la casa preguntándose quiénes eran esos dos lunáticos. ¿Qué demonios era la magia? Debía ver al carpintero que había construido la casa y averiguar por qué no había puesto nada en ella.
Dos casas más eran imposibles. -Supongo que somos un par de locos, Jane. Hemos mirado todas las casas de las que he oído hablar que están en venta . . y ¿qué hay que hacer ahora? ¿Volver a comer nuestras palabras y comprar el bungalow?
-Preguntemos a este hombre que viene por la carretera si sabe de alguna casa que no hayamos visto -dijo Jane con tranquilidad.
-Los Jimmy Johns tienen una, según he oído -dijo el hombre-. En Lantern Hill. La casa en la que vivió su tía Matilda Jollie. He oído que también hay algunos de sus muebles. Es probable que lo consigas de forma razonable si lo bajas un poco. Son dos millas hasta Lantern Hill y vas por Queen's Shore.

¡Los Jimmy Johns y un Lantern Hill y una tía Matilda Jollie! Los pulgares de Jane pincharon. La magia estaba en ciernes.
Jane vio la casa primero... al menos vio la ventana del piso superior en su extremo del hastial que le guiñaba el ojo por encima de la colina. Pero tuvieron que rodear la colina y subir por un carril sinuoso entre dos diques, con pequeños helechos que crecían de las piedras y jóvenes abetos que brotaban a intervalos.
Y entonces, justo delante de ellos, estaba la casa... ¡su casa!
-Querida, no dejes que se te salgan los ojos de la cabeza -advirtió papá.
Se acuclillaba justo contra una pequeña colina empinada cuyos dedos se perdían en los helechos. Era pequeña... se podría haber metido media docena dentro de 60 Gay. Tenía un jardín, con un dique de piedra en el extremo inferior para evitar que se deslizara por la colina, un seto y una puerta, con dos altos abedules blancos inclinados sobre ella, y un camino de piedra plana hasta la única puerta, que tenía ocho pequeños cristales en su mitad superior.
La puerta estaba cerrada con llave, pero se podía ver por las ventanas. Había una habitación de buen tamaño a un lado de la puerta, con unas escaleras que subían justo enfrente, y dos habitaciones pequeñas al otro lado cuyas ventanas daban a la ladera de la colina, donde los helechos crecían hasta la altura de la cintura, y había piedras tiradas cubiertas de musgo verde aterciopelado.
En la cocina había un viejo hornillo de patas largas, una mesa y algunas sillas. Y un pequeño y querido armario de cristal en la esquina, cerrado con un botón de madera.
A un lado de la casa había un campo de tréboles y al otro un bosquecillo de arces, salpicado de abetos y piceas, y separado del terreno de la casa por una vieja valla de tablas cubierta de líquenes. Había un manzano en la esquina del patio, con pétalos rosados cayendo suavemente, y un grupo de viejos abetos frente a la puerta del jardín.
-Me gusta el diseño de este lugar -dijo Jane.
-¿Crees que es posible que la vista vaya con la casa? -dijo papá.
Jane había estado tan ocupada con su casa que no había mirado la vista en absoluto. Ahora volvió los ojos hacia ella y se quedó sin aliento. Nunca, nunca había visto... había soñado algo tan maravilloso.
Lantern Hill estaba en el vértice de un triángulo de tierra que tenía el golfo como base y el Puerto de la Reina como uno de sus lados. Había dunas de arena plateadas y lilas entre ellos y el mar, que se extendían en una barra a través del puerto donde grandes y espléndidas olas azules y blancas corrían hacia la larga orilla bañada por el sol. Al otro lado del canal, un faro blanco se alzaba contra el cielo, y al otro lado del puerto estaban las crestas sombrías de las colinas púrpuras que soñaban con sus brazos. Y sobre todo ello el indefinible encanto de un paisaje de la Isla del Príncipe Eduardo.
Justo debajo de Lantern Hill, bordeada por los barrens de abetos en el lado del puerto y el campo de apastura en el otro, había un pequeño estanque... absolutamente la cosa más azul que Jane había visto jamás.
-Esa es mi idea de un estanque -dijo papá.
Jane no dijo nada al principio. Sólo podía mirar. Nunca había estado allí, pero le parecía que lo conocía de toda la vida. La canción que entonaba el viento marino era música nativa para sus oídos. Siempre había querido "pertenecer" a algún sitio y aquí pertenecía. Por fin tenía la sensación de estar en casa.
-Bueno, ¿y qué hay de eso? -dijo papá.
Jane estaba tan segura de que la casa estaba escuchando que le sacudió el dedo.
-Sh... sh -dijo. 
-Bajemos a la orilla y hablemos de ello -dijo papá.
Había unos quince minutos de camino hasta la orilla exterior. Se sentaron en el cuerpo blanco como el hueso de un viejo árbol que había sido arrastrado desde Dios sabe dónde. La brisa salada les azotó la cara; el oleaje crepitó a lo largo de la orilla; los pequeños picos de arena revolotearon sin miedo a su lado.
-"¡Qué limpio es el aire salado!", pensó Jane.
-Jane, tengo la sospecha de que el tejado tiene goteras.
-Puedes ponerle unas tejas.
-Hay muchos abrojos en el patio.
-Podemos arrancarlas de raíz.
-La casa pudo haber sido blanca alguna vez. . .
-Puede volver a ser blanca. .
-La pintura de la puerta principal está ampollada.
-La pintura no cuesta mucho, ¿verdad? .
-Las persianas están rotas.
-Vamos a arreglarlas.
-El yeso está agrietado.
-Podemos taparlo con papel.
-¿Quién sabe si hay una despensa, Jane?
-Hay estantes en una de las pequeñas habitaciones de la derecha. Puedo usarla como despensa. La otra habitación pequeña te serviría de estudio. Tendrías que tener algún lugar para escribir, ¿no?
-Lo tiene todo planeado -dijo papá al Altántico. Pero añadió: Ese gran bosque de arce es un lugar probable para los búhos.
-¿Quién teme a los búhos?
-¿Y qué hay de la magia, mi Jane? ¡Magia! Vaya, el lugar estaba simplemente atestado de magia. Se caía sobre la magia. Papá lo sabía. Sólo hablaba por hablar. Cuando regresaron, Jane se sentó en la gran losa de arenisca roja que servía de umbral, mientras papá atravesaba el bosque de arces por un pequeño sendero retorcido que habían hecho las vacas para ver a Jimmy John -también llamado señor J. J. Garland. La casa de los Garland se podía ver asomando por la esquina de los arces: una granja acogedora y de color mantequilla decentemente vestida de árboles.
Jimmy John regresó con papá, un hombrecillo gordo de ojos grises centelleantes. No había podido encontrar la llave, pero habían visto la planta baja y les dijo que había tres habitaciones en el piso superior, con una cama de carrete en una de ellas y un armario en cada una.
-Y un estante para botas debajo de la escalera.
Se pararon en el camino de piedra y miraron la casa.
-"¿Qué vas a hacer conmigo?", dijo la casa con la mayor claridad con la que jamás ha hablado una casa.
-¿Cuál es su precio? -dijo papá. -Cuatrocientos, con los muebles incluidos -dijo Jimmy John, guiñando un ojo a Jane. Jane le devolvió el guiño. Al fin y al cabo, la abuela estaba a mil kilómetros de distancia.
-Bang  fue a seis peniques - dijo papá. No trató de "jew" a Jimmy John.
Que pudiera comprar toda esta belleza por cuatrocientos dólares era suficiente suerte.
Papá entregó cincuenta dólares y dijo que el resto se pagaría al día siguiente. -La casa es vuestra -dijo Jimmy John con aire de regalársela. Pero Jane sabía que la casa siempre había sido suya.  -¡La casa... y el estanque... y el puerto... y el golfo! Una buena compra -dijo papá-. Y medio acre de tierra. Toda mi vida he querido tener un poco de tierra... lo suficiente como para poder decir: 'Esto es mío'. Y ahora, Jane, es brillante.
-Las cuatro de la tarde.  Jane conocía a su Alice demasiado bien como para dejarse sorprender por eso.
Justo cuando se marchaban, una edición de bolsillo de Jimmy John, con una carita insolente llegó rasgando el bosquecillo de arces con la llave que había aparecido en su ausencia. Jimmy John se la entregó a Jane con una reverencia. Jane la aferró con fuerza durante todo el camino de vuelta a Brookview. Le encantaba. ¡Piensa en lo que se abriría para ella!
Descubrieron que tenían hambre, ya que se habían olvidado de la cena, así que sacaron las galletas de mantequilla de la señora Meade y se las comieron.
-¿Me dejarás cocinar, papá?
-Pues tendrás que hacerlo. Yo no puedo.
Jane brilló.
-Ojalá pudiéramos mudarnos mañana, papá.
-¿Por qué no? Puedo conseguir ropa de cama y algo de comida. Podemos seguir a partir de ahí.
-No puedo soportar que se vaya este día -dijo Jane-. No parece que pueda haber otro tan feliz.
-Tenemos mañana, Jane... ...déjame ver... tenemos como noventa y cinco mañanas.
-Noventa y cinco -se regodeó Jane.
-Y haremos lo que queramos dentro de la decencia. Seremos limpios pero no demasiado. Seremos perezosos pero no demasiado... sólo haremos lo suficiente para estar tres saltos por delante del lobo. Y nunca tendremos en nuestra casa esa cosa diabólica conocida como despertador intermitente.
-Pero debemos tener algún tipo de reloj -dijo Jane.
-Timothy Salt, en la bocana del puerto, tiene un viejo reloj de barco. Le diré que nos lo preste. Sólo funciona cuando le apetece, pero ¿qué importa? ¿Puedes zurcir mis calcetines, Jane? 
-Sí -dijo Jane, que nunca había zurcido un calcetín en su vida.
-Jane, estamos en la cima del mundo. Fue una suerte increíble que se lo pidieras a ese hombre, Jane.
-No fue suerte. Sabía que lo sabría -dijo Jane-. Y oh, papá, ¿podemos mantener la casa en secreto hasta que nos hayamos mudado?
-Por supuesto -aceptó papá-. De todos, excepto de la tía Irene. Tendremos que decírselo a ella, por supuesto.
Jane no dijo nada. No había sabido hasta que papá habló que era realmente de la tía Irene de quien deseaba mantener el secreto.
Jane no creía que fuera a dormir esa noche. ¿Cómo podía una irse a dormir con tantas cosas maravillosas en las que pensar? Y algunas que eran muy desconcertantes. ¿Cómo podían odiarse dos personas como papá y mamá? No tenía sentido. Los dos eran tan encantadores de diferentes maneras. Deben haberse amado alguna vez. ¿Qué los había cambiado? Si ella, Jane, supiera toda la verdad, tal vez podría hacer algo al respecto.
Pero mientras se adentraba en sueños de carreteras rojas sombreadas de abetos que conducían a pequeñas y queridas casas, su último pensamiento consciente fue: "Me pregunto si podremos comprar la leche con Jimmy Johns".

JANE DE LANTERN HILLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora