Monopoly.

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–Se acabó. Estoy harto.

Se levanta de la mesa y va hacia la cocina.

–Ahora vuelvo.

Susurra el más mayor y va detrás de su pareja.

–Cariño...
–Déjame en paz.

Le da la espalda y Conway pone una mano en su espalda.

–No me toques, ¡déjame en paz!
–¿Por qué te pones así? ¡Es una estupidez!
–¡Todo para ti es una estupidez! ¡Siempre tienes que llevar la razón en todo!
–¡No siempre la tengo pero ahora sí!
–¡Ahora tampoco! ¡Lo podría haber hecho yo!
–¡No, no podías!
–¡No me has dejado ni intentarlo!
–¡Jamás lo hubieras conseguido! ¡Eres un cabezota!
–¡Que me dejes!

Sale de la cocina y va hasta la habitación.

–¡Inmaduro!— grita, siguiéndole.
–¡Viejo verde!

Da un portazo.

–¡Capullo!

Mientras, en el salón, Horacio y Volkov se miran en silencio.

–Nota mental:— añade Horacio— no volver a proponer jugar al Monopoly.

El ruso ríe suavemente y le besa en la mejilla.

–¿Te apetece ir al zoo?
–¡Sí! He visto que han traído más animales... por desgracia.
–Sí, pero sabes que no es un zoo normal, es un refugio.
–Eso es verdad.

Se sonríen y se besan.

–¿Los dejamos así?

Pregunta, mirando a Conway, que está pegado a la puerta de la habitación.

–Sí, que se las apañen.
–Seguramente echen un polvo y listo.

Ríen, se vuelven a besar y en silencio, salen de la casa.

Arriba, Conway vuelve a tocar la puerta.

–Gustabo...
–Que me dejes.
–Entiéndelo... no podías comprarlo con doscientos dólares.

Silencio.

–Déjame entrar.

Silencio unos segundos.

–Gustabín...
–Eres un tacaño.

Dice, abriendo la puerta; se miran.

–Cariño... si sabes que lo mío es tuyo.
–No me vengas con esas.

Dice, sentándose a los pies de la cama.

–Es la verdad.

Se sienta a su lado y le acaricia la mejilla. Se miran, el más mayor se acerca a él y deja un beso en sus labios.

–Es un juego, no te pongas así.
–Siempre me ganas. Ni en el parchís te puedo ganar.

El mayor ríe.

–Tienes unas estrategias raras.

Consigue una sonrisa y le vuelve a besar.

–¿Quieres la revancha?
–No, porque me vas a dejar ganar.
–Eso, jamás. Tienes que ganar tú, yo tengo una imagen que guardar.

Se miran a los ojos.

–Pero empiezo yo esta vez.
–Está bien— se sonríen— Ahora ven aquí.

Se acerca, el mayor le abraza y se besan, suave, lento.

Cuando necesitan aire, se separan.

–El primero que coja los dados empieza.

Susurra el pelinegro.

–¿Qué...?

Y antes de que pueda reaccionar, el mayor corre escaleras abajo

–¡Eso no vale!
–¡Jajajaja!
–Le odio.

Murmura, para después salir y bajar.

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