Capítulo Lucía Parte II

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«Sus pisadas ya se alcanzan a escuchar; sus mandíbulas, débiles, pero dispuestas a una mordida fatal, están a escasos centímetros de tu piel. Mantente alerta. Los muertos se levantaron. Vinieron a cobrar su deuda con los vivos y tú estás en su lista, encabezándola».

—¡Bájate de ahí, puto loco! —gruñó fastidiado un hombre a nuestra derecha con medio cuerpo afuera del vehículo.

La situación se escandalizó con el pasar de los minutos. Apenas llegamos y más vehículos comenzaron a hacer aparición a nuestros lados, por suerte éramos el último de la fila y no teníamos a ninguno interceptando a nuestras espaldas, suponía que eso era porque nos encontrábamos en la fila más larga de las seis que había.

Todos los coches, cada minuto, hacían sonar el claxon en forma de protesta para que abrieran las puertas hacia la ruta que se supone que es del pueblo; las autoridades, como era de esperarse, reaccionaron de manera tranquila y pidiendo calma, lo que daba permiso a algunos inútiles a hacerse los listos e insultar de más a la fuerza policial que, según la lógica de jerarquía, merecían ser respetados de diestra a siniestra.

Noté cómo mis papás empezaban a ponerse nerviosos, junto al resto de progenitores que había en el área, por atravesar rápidamente toda esa bola de maquinaria e ir al lugar seguro que ellos me dijeron: Coronel Granada.

Si debía ser sincera, no tenía muchos recuerdos latentes de la ubicación, solo recordaba que había menos de mil personas viviendo allí, y que, teniendo en cuenta la situación actual, era un lugar muy seguro al que acudir ante alarmas.

¡Oh!, y también me acordé que allí nació la cicatriz que recorre de este a oeste mi frente. Como no iba muy de seguido al pueblo, no conocía a muchas personas, solo a algunos chicos con los que me hice amigos. Necesitaba amistades si de vez en cuando me iba a quedar allá, toda una semana sin charlar cara a cara con una persona que no pertenezca a mi tipo sanguíneo podría terminar de matarme.

Una vez estaba jugando con unos chicos que eran primos por las calles abandonadas del diminuto pueblo —tranquilamente el pueblo podría ser una fábrica por su tamaño—. Theo, el más mayor de los dos, se pasó de mano una vez. El juego eran las luchas —sí, en medio de la calle, pero como conté, por esas calles de milagro pasaba un vehículo cada cinco horas. A lo sumo una bicicleta— y a Theo le encantaba siempre tomarse con seriedad  cada juego que proponían. Claro que eso luego traería sus consecuencias.

El menor, Lázaro, había exigido que se incluyan objetos en las luchas, ya que éramos aburridos al ser básicos y solamente darnos golpes falsos.

Qué buena idea, Lázaro.

Theo aceptó con una sonrisa antinatural en el rostro y comenzó a buscar objetos, al igual que Lázaro y yo. Una vez que encontró una barra de metal, delgada pero larga, se convenció de que esa sería su «arma de refuerzo» si se encontraba en aprietos. Pues sí, terminó por golpearme con la barra de metal en la frente, haciéndome un gajo y formando el espectáculo de plasma en el medio de Coronel Granada, a los ojos de los coches que pasaban a toda velocidad por la ruta. Para mi suerte y prosperidad en el mundo de los vivos, mi padre justo había llegado de las compras y presenció todo lo sucedido desde el inicio. Rápidamente me auxiliaron en una clínica cercana al pueblo y me sanaron. Por supuesto que sufrí algunas secuelas de dolor y fiebre después de eso, pero nada más grave. Lo único grave fue la prohibición que hizo mi padre en concordancia con mi madre y abuelo después de lo sucedido: no volvería a ver a Theo ni Lázaro.

A día de hoy puedo decir que extraño a esos patanes. Sí, me abrió la frente y aún permanece el recuerdo visual de ello a lo ancho de mi frente, pero fue un accidente, éramos pequeños como para medir esas cosas.

Day Z T6 Sin Mirar AtrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora