Capítulo Lucía Parte III

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«Entonces estarán dos en el campo; el uno será tomado, y el otro será dejado.
Dos mujeres estarán moliendo en un molino; la una será tomada, y la otra será dejada.
Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor».  Mateo 24:40

Si hubiera sabido que sería la decepción más grande de mi familia, pediría no haber nacido, que por alguna extraña razón me enrede en el útero y me muera ahí. Quizá mi madre sufriría, pero créanme que le ahorraría la caída a un inmenso y oscuro vacío. Estaba cayendo en un hoyo muy profundo y yo ni una soga podía tirarle. Ni siquiera para hacer el inservible intento de salvarle la vida empleando cualquier método por más bobo que fuera.

Silvia, te tocó una hija que poco puede hacer por su propia sangre. Una que, a duras penas, puede hacer el sacrificio para que otros no tengan que atravesar un feo momento. Pues, bueno, así estaba destinada a ser: una intrépida que provocó la muerte de su padre y la ceguera de su madre para visualizar un futuro sin su amado esposo a su lado, ya que llevaba media hora conduciendo sin despegar la vista ni mover un músculo.

Seguramente me diría que no me taladre y envenene la cabeza con falacias. Posiblemente también trate de cargar un poco de culpa con la muerte de papá solamente con el propósito de tranquilizarme, aunque sepa muy en el fondo que eso no movería ni una pieza de la culpa que se instala y late incesantemente en mi pecho, al ritmo de mi corazón.

Junto a mí, bien pegada a la ventanilla derecha, la figura fantasmagórica de mi padre pasó su brazo por encima de mis hombros con una sonrisa envidiable, susurró cosas preciosas a mi oído y depositó un beso en mi sien.

No me abandona, no lo quiere hacer.

Su cuerpo físico dejó este mundo y a mí en él, pero su presencia, su esencia, lo que tanto lo caracteriza, no lo quiere hacer. No quiere moverse ni un centímetro de mi lado. No quiere dejar de despertarme cada mañana con la bandeja que pinté de pequeña con él y sus tan aclamadas tostadas, que siempre aceleraban la producción de saliva con tan solo escuchar nombrarlas.

No lo culpo, yo tampoco dejaría que alguien que amo escape así como si nada. O bueno, en este caso, que él escape. Pero él no quería dejarme aquí, sola, junto a mi madre, que apenas podía recobrarse después de lo sucedido.

En cierta perspectiva era la que más fuerte estaba de las dos, dado que yo por lo menos asumía la culpa y asimilaba un poco mejor las cosas. No como mi madre, que poco más y comienza a darse la cabeza contra el volante, una y otra vez.

Ahora mi mente se enfoca en otra cosa, queriendo combatir la figura permanente de mi viejito, el recién fallecido del árbol genealógico. ¿O no?

Las perlitas hacen ruidos al chocar una con otra. Mi muñeca juega con ellas y se mueve para seguir produciendo aquel sonido, que por lo menos daba señales de vida dentro del auto. No molestaba, al contrario, era cómodo y lindo de oír. Mamá parecía opinar lo mismo, ya que movía su pie al compás de los golpeteos de las perlas. Quizá era justo lo que necesitábamos, algo que nos distraiga aunque sea por unos segundos y nos remueva de aquel infierno cerebral, que ni un segundo nos dejaba en paz.

La cagué, lo sabía y aceptaba, pero ¿tenía que seguir sufriendo? ¿En serio? ¿Tanto castigo merecía alguien que cometió un simple «error»?

Les puede pasar a todos los seres con moralidad: todos la pueden cagar. A unos los perdonarán y evitarán cualquier tipo de castigo, por más mínimo que sea. A otros los castigarán, pero no se pasarán de la raya. Y a los demás, los desdichados, o sea yo, sufrirán castigos cada segundo y no se le perdonará por más que arme un monumento con la palabra «disculpa».

Así era el planeta tierra, y así era el humano: algunos eran perdonados y sus acciones olvidadas; otros, sin embargo, eran recordados y tachados de mala influencia, al igual que el resto de su cadena genética, actuando como una especie de maldición.

Day Z T6 Sin Mirar AtrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora