Capítulo 19

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Zimmer: —Colócate allá, Bird —apuntó hacia una cápsula grande, que tenía las medidas justas de un joven adulto.

Bird: —¿No me va a hacer mal? —preguntó y buscó con la mirada a Nicolás, quien se hallaba sentado en una camilla con Juana a su lado.

La pequeña, según parece, confiaba en él. A tal punto que, cada vez que Zimmer ladraba una orden, Bird volteaba para afirmar su aprobación. Nico asentía y la pequeña humana proseguía con las pruebas. El médico lo notaba, de sobra, pero no mostraba ningún descontento al respecto. Y no debía de hacerlo. Le alegraba que Bird pudiera encontrar a más personas en las que ver su lado bueno y depositar un gramo de confianza.

Si en este mundo no se fiaban de nadie, acabarían en las fauces pútridas de los infectados.

Zimmer: —No, pequeña, solo me dará una visión más aproximada a lo que quiero llegar —revolvió su cabello para después depositar la jeringa con sangre a un costado—. Ahora anda —volvió, una vez más, a señalar el puesto con su mano.

Cuando la niña entró en la cápsula, Zimmer cerró la puerta deslizante y abrió las rejillas para que el aire entrase. Se dirigió hasta la mesa y transfirió la sangre extraída a un tubo de ensayo. La colocó cerca del lavamanos para asearse y después continuar con su tarea.

La pequeña observaba desde la pastilla gigante, con las manos sobre el cristal y la nariz aplastada sobre él, expectante de lo que el científico tenía preparado para ella.

Ya sufrió con que una aguja traspasara su músculo, lo que seguía era desconocido.

Mientras que Nico, un poco apartado de la realidad, se introdujo a sí mismo en un boquete mental que lo tragó y escupió al lado oscuro de su ser. Sí, a aquellos pensamientos que a veces impedían una noche de descanso. A esos que uno le teme, pero a veces es necesario enfrentarlos para que te dejen en paz.

Luego de la charla previa a los ensayos con la niña, Zimmer se decidió a revelarles información de más acerca del destino del mundo. Y no lo culpaba, es decir, ellos mismos se lo encargaron.

Y era aquí cuando su ser se dividía, cuando la razón se transformaba en un campo de batalla y se partía en dos bandos: por un lado se hallaba por fin seguro, porque supo del último respiro de muchas personas, no a su alrededor, sino las que estaban desparramadas por todo el mundo; y por el otro lado, se decepcionó. Se entristeció cuando asimiló que todo estaba perdido, que por más que Zimmer adulara ser capaz de inventar una vacuna a través de la sangre de la niña, los métodos de distribución serían difíciles de conseguir. Y más que la población mundial confiara en que de verdad trajeras una vacuna y no un veneno.

Porque este planeta nuevo, donde reina la devastación, soledad, inhumanidad, ferocidad y avaricia, enseñó a no fiarse de la persona que tuvieras enfrente. Daba igual que fuese una anciana o un niño, no sabías si podía traer un arma en su bolsillo trasero.

También Zimmer les contó el caso de personas con grandes riquezas, aquellas poseedoras de terrenos con kilómetros y kilómetros de anchura y piscinas en donde cabían cincuenta elefantes. Bueno, pues ellos, junto a varios funcionarios del gobierno, entre ellos senadores, diputados y trabajadores municipales, huyeron a los Esteros del Iberá, creyendo que estarían apartados de la catástrofe de las ciudades. El médico afirmó no saber más información al respecto de aquel tema, pero aseguró que los animales salvajes que albergaban la zona se hicieron cargo de esos cerdos.

El apocalipsis no era del todo injusto. A algunos les dio un bocado de su propia ensalada, y aún podía ser peor.

Juana, a su lado, cabizbaja, le expuso sus preocupaciones mientras la pequeña era revisada. De allí su estatus anímico por los suelos.

Day Z T6 Sin Mirar AtrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora