Ave atque vale ⅠⅠⅠ

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Pocas cosas me deprimían más que ver a los ángeles entrenar. Buenos guerreros, espectaculares movimientos de espada acompañaban sus saltos al volar, y gráciles paradas hacían sus pies al aterrizar. Se movían todos con grandiosa belleza, cada golpe y brillo de las hojas celestiales eran perfectos. Miré a Sara, con su porte empíreo, decidida y leal a la causa. Mi segunda al mando hacía un trabajo supremo con esos guardianes, le gustaba entrenarlos, incluso mientras yo desaparecí después de perder a Lena, incluso desde antes de todo eso. Ella siempre había hecho lo que había que hacer.

Me levanté del trono, experimenté por última vez la madera fuerte bajo mis dedos y caminé hacia Sara que me avistaba. El peso de la espada, ahora ajustada sobre mi hombro, era un peso duro y frío que yo merecía cargar.

—Kara.
—Debemos hablar a solas. Te espero fuera.

Dio otro par de instrucciones y me siguió a través de innumerables columnas de roca. Llegamos a la salida. Hasta las piedras relucientes del suelo eran perfectas, por alguna razón.

—He estado viendo todo lo que haces por la legión. Estando Tom preso y sin... —cerré la boca. Sara tenía conciencia de mi estado anímico reciente, me había cansado de ocultar mis decadentes momentos a solas donde destrozaba cada cosa que se interponía. Constantemente enfurecida, no tenía tiempo ni intención de entrenar a ningún ángel—. Lo que busco decir es que eres mejor líder de lo que yo he podido ser en cuatrocientos años.
—¿De qué hablas? Si no fuera por ti no habríamos ganado esa batalla. Los mortales estarían más cerca del apocalipsis.

Lo dijo con la intención de que yo viera su punto, que una líder como tal cuida y pone a los suyos por encima de todo. Al mismo tiempo, y fue curioso, en sus ojos vislumbré la culpa de usar ese día como argumento. Sara no era tonta, ni ciega, ni se le pasarían nunca por alto las tormentas de furia, junto con mi agonía de las últimas semanas. Debía ser complicado para su divinidad tragar que yo sintiera algo tan intenso por un demonio. El enemigo.

Suspiré. Ya no había enemigo a quién culpar.

—Te otorgo mi lugar, mi poder legionario y el deber de entrenar y protegerlos.
—Aguarda ahí, ¿qué dices? Por todos los cielos, Kara, no estás siendo racional.
—Lo sé —respondí con una sonrisa agotada, miré hacia el interior de la gigantesca sala—. Visitaré mortales, veré qué puedo hacer allá abajo.
—No somos nosotros quienes decidimos sobre nuestros puestos, Kara, no puedes solo darmelo —argumentó con un descontento aireado. Puse una mano tranquilizadora en su brazo.
—Ya lo he hecho. ¿Quién vendrá a cambiarlo?

Sara parpadeó atónita.

Me volví a donde la ciudad se extendía, sus graciosas casas emulando una ciudad parecerían siempre una broma. Lo que fuese el cielo al que los humanos iban al morir no era este, no era ninguno que yo conociera. Sara me seguía mirando confundida.

—Mereces esto más que yo. Lo sabes —dije. Lo negó, decidida a no aceptarlo.
—¿Qué se supone que sigue? ¿Solo observar mortales hasta la eternidad? Eres más que una guardiana de campo, eres una guerrera.
—No tengo más voluntad para pelear. No puedo volver a levantar una espada.
—Pero...
—Me iré ya. No siento que los serafines se quejen porque eres la nueva líder angelical. Están muy ocupados... en otras cosas —dije bajando el resentimiento de esos poderosos seres que no tenían interés en nada más que forzar leyes sobre todos nosotros—. Lo harás bien. Nunca conocí a alguien más valerosa y determinada que tú. Fuiste una buena amiga, aunque no te guste el concepto terrenal.

Levanté el puño izquierdo sobre el corazón e hice una semi reverencia. Ella lo repitió firmemente.

Entonces volé a la biblioteca.

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⏰ Última actualización: Jul 22, 2021 ⏰

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