Capítulo II

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Dejo mi bici en el parqueo de la escuela e intento pasar desapercibido

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Dejo mi bici en el parqueo de la escuela e intento pasar desapercibido. No quiero mostrar mis golpes, no quiero que me vean frágil otra vez. Entro y me escondo, cabizbajo, en la capucha de mi sudadera.

—Ximénez, puede quitarse desde ya ese abrigo que está fuera del reglamento. —me inquieta la directora, siempre con sus absurdas normas.

—Perdone.— digo bastante bajo para que me escuche con dificultad y con intenso trabajo me retiro la capucha.
Continúa su camino y hace caso nulo de mi rostro. —¡Gracias Dios!— grita a viva voz mi subconsciente.

Camino, oigo murmullos; sigo caminando y los murmullos se convierten en expresiones que no logro entender. –Mis golpes–, pienso y tengo la seguridad de que acerté. Es verdad que los intenté ocultar, hasta mi madre me ayudó a ocultarlos, pero no fue suficiente: son visibles, palpables a la mirada y el tacto. Me doy cuenta que estoy mirando mis pies mientras camino. No tengo fuerzas para alzar mi cabeza y mantenerla en alto; mis niveles de fortalezas son nulos.

Camino. Apuro el paso. Corro. Llego al aula y me dejo caer en mi asiento. Saco mi cuaderno de dibujo y paso páginas y páginas hasta llegar a la pulcritud de una cuartilla totalmente blanca. Un trazo largo, uno corto. Líneas, puntos y figuras. Carboncillo y lápiz. La limpieza de la hoja se convierte en rasgos negros y oscuros que forman un dibujo y ese dibujo con el paso de los segundos toma forma; un sinfín de plumas de diferentes tamaños se ven reflejadas y la sutileza de cada uno de los trazos es excitante y tranquilizadora. La libertad que me brinda el lápiz es la misma que se observa en esas plumas grises, y puedo imaginarme tocando las aves que desprendieron el vuelo tan fugazmente como para dejar en el aire parte de su plumaje.

Me desconecto del mundo y con cada roce del grafito con el papel, el que vuela soy yo.

—¡¡¡Bruno!!! ¿Qué te pasó?— y recibo un abrazo tan fuerte que me saca de mi ensimismamiento artístico.

—No pasa nada— logro murmurar mientras me aprieta con fuerza. Me duele en las costillas. Hasta ahora no había experimentado ese dolor pero al parecer todo indica que el apretón es quien reaviva los golpes que pude recibir ahí. —¡Gloria!—

—¡Ohhhh! Perdona Bru, no fue mi intención. —y me suelta tocándome con suavidad y cariño la cara.— Tú papá otra vez, ¿verdad?—

Asiento y el rostro de Gloria, mi mejor amiga, es completamente la cara de lo que entenderíamos por odio.

—No puedo entender que te haga esto, es que no lo comprendo, no me cabe en la cabeza.—

—Yo tampoco pero es lo que hay. Es con lo que tengo que aprender a sobrevivir.— digo, y hasta yo me percato de la tristeza que mi voz irradia.

—Denúncialo, no tienes por qué aguantar esto.—nuestra conversación se queda en el viento y las pequeñas ráfagas de aire que entran por el ventanal se llevan esas últimas palabras.

BrunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora