Capítulo XXII

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—¿Qué hacías a estas horas fuera de la casa?— pregunta mi madre en lo que le paso el seguro a la puerta de entrada.

—Salí a tomar algo de aire fresco, sentía que me ahogaba en mi habitación.

Sé que no ha creído nada de lo que he dicho, ella no es tonta y algo me dice que escuchó el rugir de la moto cuando echó a andar.

Le pregunto mediante señas dónde se encuentra Daniel. El sofá de la sala de estar está impoluto, como si nadie hubiese dormido allí. Mi madre inclina un poco su cabeza y su mirada, de reojo, indica que está en la cocina.

—Buenos días— saludo cuando entro. Dan se encuentra sentado a la encimera en forma de isla, en la parte que dedicamos de comedor, dentro de la misma cocina, y me responde el saludo con una gigantesca sonrisa que deja entrever su blanquísima dentadura.

Tomo mi acostumbrado tazón gris, saco mis cereales del estante que se encuentra suspendido en la pared de la cocina. Me siento lo más alejado posible de Dan.

Mi madre me acerca la jarra de leche caliente y vierto un poco en el tazón, para mojar los cientos de minúsculas rosquillas de las que se forma mi cereal.

—¿No les echarás miel?— me pregunta extrañada mi madre.

Me detengo por un momento y pienso en mi respuesta. Daniel tiene el frasco de miel cerca. Está untándola encima de las tostadas con mantequilla y tras escuchar la pregunta de mamá me la acerca, repitiendo nuevamente su alegre rostro. «Pareciese que está feliz siempre», pienso mientras le observo fijamente.

Tomo el frasco y le agradezco. Nuestros dedos se rozan y sus ojos advierten de algo a los míos. Devuelvo mi mirada al tazón. Él continúa tomando su desayuno como si nada pasara.

Mamá me acerca un plato con tostadas y lleva hasta el centro una jarra enorme con zumo de naranja.

—Bruno —comienza ella —, no sé si sabías pero ya conocemos a Daniel.

Estos dos ya han estado conversando. Estoy más que seguro, y mi madre no va a olvidar ese pequeño detalle de recordarme cómo lo conocimos.

—Sí mamá, ya sé quién es Dan— le respondo cansinamente mientras continúo con pesar mi desayuno.

—Pues qué bien— hace una pausa y continúa—, lo he invitado a cenar una de estas noches.

Se esconde en su enorme taza de café capuchino mientras yo me atraganto con una de las tostadas. Bebo un poco del jugo y finalmente, respondo.

—Me parece bien.

«No te parece bien; lo sabemos todos, incluso ellos lo saben también» mi subconsciente está un poco impertinente hoy. «Calla, ya eso lo resolveremos luego» le reprendo.

—De alguna manera debemos agradecerle lo que ha hecho— se explica mi madre y la miro con odio, mientras solo se ríe un poco y hace como si yo no estuviese.

Charla con Dan como si no hubiese un mañana. Suele desahogarse poco, pero indudablemente se está pasando.

Al menos puedo escuchar lo que hablan. Dan vive en el centro de la ciudad, lo han comentado, tiene 22 años y es un fanático del gimnasio. Tampoco era difícil deducirlo, su cuerpo lo dice todo.

Mamá no se percata de la incómoda situación que estoy viviendo. Y todo empeora cuando Gloria baja.

—Buenos días —saluda aún medio adormecida.

—Buenos días —responden a coro Dan y mi madre. Yo solo continúo con mi desayuno, disimulando con la miel. En cuanto me dirige la mirada le indico con los ojos que Dan está desayunando como uno más de la familia.

BrunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora